patito

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Una porno

Por casualidad, y en el peor de los momentos, recordé a la artista porno enana. Rubia de bote, paticorta, naturalmente, y con poco pecho. Ese pechito en punta de paloma, ese pechito casi infantil que me da pena. Ahora que la recordé no podré quitármela de la cabeza en todo el día. ¡Maldición!.

Mientras me sirvo café y leo una revista, la enana se cuela. No tengo demasiada fuerza para quitarla, arrojarla a la trituradora de papel. La veo en foto, en video, la veo todo el tiempo. La artista porno enana tiene una musculatura envidiable, como una pequeña fisicoculturista se contornea en la cama, al tomar el miembro entre sus manos y acercando su boca con lascivia exagerada. Pienso que exagera para sentirse más grande. Definitivamente no es una marca de dirección. Le perdono el grotesco, le perdono las venas hinchadas de sus ante brazos, le perdono el pelo quemado por miles de tinturas de mala calidad, le perdono los zapatos de tacón brillantes, con purpurinas de muñeca. Doy un mordisco a la tostada, y mastico como una autómata para borrar señales fuera de esa rutina. Me engaño siempre con las mismas tonterías. Menos mal que nadie lo sabe. Sonrío apenas al pensarlo y entra la enana, empujando sin educación, me toma la mano, me mira a los ojos y me pide más. Su boca húmeda me da asco y cierro fuerte los ojos, sigo cerrándolos.

Patricia Bustelo
Noviembre 2011

No cambió de asiento

Le pedí que al hablar no me escupiera. Se hizo un silencio y pensé incluso que se iba a cambiar de asiento. No hizo nada. Me sequé la cara con la manga de la chaqueta, con aires de falsa superación, me acomodé en la silla y miré hacia adelante, ignorándolo. Él ya me ignoraba hacía rato. Me inventé que era yo la que tomaba las decisiones, la que luchaba, la que sufría. Me inventaba todo.
Mirando hacia adelante, la vida parecía otra. Si realmente me concentraba en los objetos, en los pasajeros del tren que caminaban por el pasillo, buscando asiento, ventanas abiertas para respirar mejor, la vida parecía otra de verdad. Luego, cerrando los ojos era la que yo sentía, la inventada.

Sentí frialdad en su cuerpo (es una sensación que experimento con frecuencia, sintiendo los músculos del otro tensos, o demasiado relajados) y me dolió algo adentro. Miré hacia el costado, cómo buscando una calle, despreocupada, y hubiera gritado con todas mis fuerzas, pero no sabía qué y no podía pensar porque el tren con su ritmo me descolocaba, el tren en su cadencia, desplazaba mi angustia que corría, fluía rápido, a destiempo, y pensé en decirle algo, aunque ya era conocido por los dos que era inútil hablar.

Hubiera jurado que mirando hacia adelante podía entrar en la vida real, en la que todos se movían al compás de la materia, de la naturaleza y del aire. Hubiera pedido de rodillas entrar. Pero cerré los ojos. La vida inventada era mi única alternativa.

Patricia Bustelo
Noviembre 2011

sábado, 29 de octubre de 2011

Ocho vidas


Tenía la certeza de que en una cajita de madera pequeña, con cierre de metal oxidado, estaba guardada su esperanza.
No la quería abrir.
Da miedo la felicidad.
Conservó la cajita por años, cerrada, llevándola a todas sus casas, sus ocho casas en ocho años.
Y estaba ahí. Siempre a su lado en la mesita de noche, acomodada en un rincón. Sus ocho vidas de cristal nada tenían que ver con la cajita de madera envejecida. Sus ocho vidas repetidas, acumuladas en ocho grandes álbumes de fotos. Sus ocho vidas sin prestar, más propias que nada en el mundo, contenían a la cajita como si fueran ocho vidas de madera.
Pero no lo eran.
O todo lo contrario.
Algún día abriría la cajita, algún día pero no esa tarde.

Patricia Bustelo
Octubre 2011

domingo, 23 de octubre de 2011

Un don


Cuando tenía ocho años descubrí mi don. Mi casa comenzó a llenarse de gente que venía recomendada por otros conocidos y por otros desconocidos. Algunos lloraban al pie
del sillón a dónde yo me sentaba, los miraba fijamente y trataba de borrarme sus caras. Otros, simplemente me miraban a mí, esperando algo diferente a una niña y yo me sentía más pequeña aún, como queriendo disfrazarme de sillón, desapareciendo en él.
Mi madre había aceptado con total naturalidad mi don, sin preguntas, sin reproches y casi encantada. En cambio, mi padre, no me hablaba demasiado del tema, parecía tener cierto temor. Luego murió, repentinamente para todos, pero no para mí, y se fue con su secreto.

La tarde en que le conté a mi vecinito acerca de mi don me sentí importante. Me gustaba con locura y fue la única vez en que me sentí su centro de atención. Se había acercado a mí cuando estaba sentada en la vereda,tenía una margarita que había arrancado de una de las macetas del patio de la entrada de mi casa y la estaba mojando con el agua de la zanja. Se sentó a mi lado, casi rozando su rodilla con mi pierna, y me lo preguntó sin rodeos. Pensé muchas palabras que no lograron salir: pensé que su remera a rayas le quedaba hermosa y que su pantalón vaquero era demasiado grande para él. Se me ocurrió que su hermano mayor se lo había prestado. Tenía los ojos inmensos, el flequillo bien cortado y me regaló una sonrisa al escuchar mi respuesta. Después de tremenda confesión no tenía mucho más que decir. Él creo que se aburrió y se fue corriendo al escuchar a otros chicos que lo llamaban desde la plaza de la esquina. Me quedé con mi margarita mustia, con los pétalos ennegrecidos por el agua sucia de la zanja.

Pasaron los años y entré a la universidad de arquitectura.Me gustaba pensar los espacios, dibujar hasta altas horas de la noche y hacer maquetas. Mi madre me ayudaba con algunas cuando regresaba del trabajo. Me gustaba ese momento en silencio con ella, y trataba de no estropearlo usando mi don. Una noche, próxima a graduarme volvió del trabajo y se sentó en la cocina cabizbaja. Hacía tiempo que no hacíamos maquetas juntas. Ese día entendí que la vejez es un tipo de cansancio. Le pregunté por su día, le serví un café caliente y lo apoyé delante de ella esperando a que sorbiera. Me miró a los ojos y la abracé fuerte, despidiéndome.

Me quedé con la casa de mi madre y le hice varias reformas.Las ventanas eran inmensas y entraba mucha luz. Me gustaba sobre todo, la luz de la tarde, los sillones de pana tibio, y leer revistas de arquitectura sin prisa. En el jardín hice un patio inmenso con pérgola y todo. Le puse unas flores blancas que hacían una
enredadera tupida. Después me enamoré de la fotografía y me la pasaba sacando
fotos extrañas, recuperando detalles que sin el lente parecerían inexistentes.
Quería armar un álbum de pequeños espacios, seres vivientes olvidados, caras en
la multitud. Revivir aquella materialidad escondida ante las trascendentes
expectativas que ponían las personas en lo no material, en lo inalcanzable, y
vivir allí.

Mi primera exposición de fotografía me llegó por sorpresa.Me sentía pletórica en la sala de exposiciones del centro cultural. Me saludaban y me felicitaban mientras yo sonreía sin poder decir nada interesante. La felicidad nunca es interesante. De pronto, se me acercó un hombre joven, de pelo brillante, ojos inmensos y me saludó con familiaridad. Me quedé mirándolo unos segundos, y me dijo su nombre. Hubiera querido dejar la sala de exposiciones y sentarme en alguna vereda con zanja de agua sucia,contarle que su camisa negra era elegante, que los pantalones le quedaban
perfectos y sobre todas las cosas, confesarle que tendría muchos años por
delante de buena salud. Como aquella vez no logré decirle nada más que gracias
pero se quedó a mi lado, mirando una de mis fotografías con admiración.

Patricia Bustelo
Octubre 2011

lunes, 3 de octubre de 2011

Quién

Quién me cubrirá de hojas cuando esté muerta

Quién me pensará, discreto, sin apuro, cuando esté muerta

Quién recogerá las partes de mí, hará una manta sin fin, cubrirá mis objetos amados

Quién caminará mis calles, verá el mundo desde mis ojos, cuando esté muerta

Quién se sonreirá

Quién tejerá los telares de mi memoria en mi nombre

Cuando no esté, quiero vivir en los espacios vedados, en las conversaciones a puerta cerrada, y vibrar en la música de la tierra, resonando, hondo, y profundo como fui, sin reparos, sin límites porque cuando me muera, la música no debe dejar de sonar


Patricia Bustelo
Octubre2011

domingo, 11 de septiembre de 2011

Dígame qué le sucede


Leía el Diario de un mal año y se desconcentraba. Había desconectado el teléfono para evitar interrupciones y estaba pensando en una buena taza de café negro cuando la tormenta se desató. En cinco minutos arrasó con todas las plantas de su balcón y con la ropa tendida. Vio volar calcetines y toallas como si fueran barriletes, repartiendo su vergüenza.

La gente corría por las calles, sorprendida por los chaparrones y poco a poco su calle se fue cubriendo de agua. Se asomó al balcón dejando que el viento le mojara el rostro, rociando su ropa, su pelo y alejando felizmente todos los planes que tenía pergeñados. Tocaron el timbre. El portero le avisaba que habían encontrado algunas de sus prendas en el balcón del piso de abajo. El vecino había recogido varios calcetines y un camisón. Bajó a buscarlos un tanto abochornada y muerta de risa al mismo tiempo.

De vuelta en su piso sintió el vértigo que tantas veces había experimentado sin motivo aparente. Dejó la ropa mojada y sucia en el suelo y se fue a caminar con botas de lluvia e impermeable.


Patricia Bustelo
Septiembre2011

sábado, 10 de septiembre de 2011

BENDITA CELIA

Debería haber bendecido el día en que conocí a Celia B. porque ella era la razón por la cual no hay que creer en la perfección de las cosas, simplificaba toda su persona, la metáfora de la resignación.

Muchas veces, equivocadamente, había querido cortar relación con Celia, sus comportamientos me perjudicaban, y por alguna razón ajena a mí nunca pude dejar de verla. Hoy siento un bálsamo reconfortante al pensar que todos estos largos años estuvo en mi vida.

Tenía esa forma suave y mortífera de abandono, esas prioridades y ese punto de vista que me llevaban a experimentar sensaciones en un abanico que recorría desde la bronca hasta el asco. Y así había cambiado mi vida. Hubo momentos difíciles, debo admitir, pero ahora cerca de mi muerte los recreo con alivio.
Me enseñó todo lo importante de la vida. El resto lo aprendí por ahí, con otros. Celia B. había sido mi maestra en la tolerancia y en la aceptación de que todo aquello que ansiamos puede no suceder y aún así seguir viviendo confiando en la próxima oportunidad.

En la habitación del hospital, (las enfermeras no paran de visitarme, regulan aparatos que tengo enchufados por todos lados), tengo una pequeña mesilla de noche y un vaso de agua fresca. Con esfuerzo, me incorporo, y lo tomo con cuidado. Me tiembla la mano. Tengo los labios secos, la garganta muda de horas en silencio. Sorbo una, dos y tres veces. Luego, como si el esfuerzo hubiera sido extremo, la mano se deja vencer y el vaso se cae al suelo, volcándose el agua, rodando hasta la pata del sillón. Lo miro rodar. Sobre el sillón hay revistas apoyadas, las visitas las van dejando. Yo voy dejando a las visitas, pero eso es una obviedad y no vale la pena aclararlo. De pronto, entra el Dr. Rodríguez. Ya desde la puerta se lo adivina serio, preocupado, diría Celia. Me hace bien pensar en cómo actuaría ella en estos momentos si estuviera allí. Seguramente me diría que estoy muy mal y que es grave aunque el resto en la habitación pusiera cara de “ella exagera”. Celia B. no morirá como yo. Está claro. Ella sólo dejará su cuerpo un día cualquiera para entrar en otro inmediatamente porque los seres como Celia son necesarios para seguir creyendo que las cosas pueden salir mal.


Patricia Bustelo
Septiembre 2011

sábado, 3 de septiembre de 2011

Conspiración

La idea se esconde detrás de una experiencia que dejé ir

Irresuelta

Indiscreta y aún así inaccesible

La paciencia es un cigarro que está a punto de terminarse en el borde de un cenicero metálico

Aullando su final, consumiéndome en la angustia

Y la idea no llega

Me deja por otra, siempre por otra.

¿Por qué no me ama?

La idea ama a mi otro yo. El que no puedo ser.

Aullando su deseo, consumiéndome en los celos.

Intento borrarme

Me borro

NO SOY

NADIE
NADIE
NADIE

Soy una idea


Patricia Bustelo
Septiembre 2011

viernes, 2 de septiembre de 2011

Nadie más



Cuando terminó la conversación había perdido a su hijo.

Las semanas siguientes hizo nudos, reconociéndose, moviéndose como en bocanadas a través del pasado, repitiéndose.

Cuando terminó la conversación había perdido a su hijo.

Las horas siguientes intentó hacer espacios nuevos, lugares deshabitados. El dolor parece expandirse sin fin, ocupándolo todo por momentos. Pensó que si exploraba nuevas tierras y conquistaba nuevos territorios el dolor no llegaría allí. Las coartadas cortan filosas siempre por el lado más áspero.

Cuando terminó la conversación fue hasta el baño y se rapó la cabeza.

No había nadie más.
Nadie.
Más.

Patricia Bustelo
Septiembre 2011

Porcelana

Habíamos decidido separarnos la semana anterior durante una conversación amistosa que me dejó sorprendida. Después, tomamos café, cerrando la negociación y fuimos a la cama a dormir.

La semana había transcurrido normalmente a pesar de cualquier predicción. Me despertaba por las noches, leía un rato y luego volvía a la cama, como llevaba haciendo hacía dos meses. Pedro llenaba sus horas en el trabajo y visitando a un amigo en el hospital que había tenido un accidente de coche la noche en que conversamos sobre nuestra separación. Yo me concentraba en ese relato que no podía cerrar, como si tuviera una maldición y quedara fantasmalmente vagando como un relato errante al que hay que darle justicia para que descanse en paz. Mientras intentaba pegar el aza de una taza de porcelana, pensaba en los personajes y en cómo lograr que tuvieran un final entre lo extraño y lo raro pero sin que pareciera forzado. Había intentado cinco desenlaces posibles y todos resultaban ajenos, recortados como en un collage y pegados imperativamente sin cuidado. Cansada ya de tantos intentos, dejé la taza un momento sobre la mesa, y borré todos los archivos con las diferentes versiones. En la pantalla del ordenador, dejé el relato abierto, sin final. Lo miraba con decepción. Los dedos de las manos inmóviles frente al teclado comenzaron a ponerse fríos.

Tomé la taza entre mis manos y continué tratando de pegar el aza evitando que quedara marca visible. No sé por qué intentaba esas cosas si sabía que no era buena ni esforzándome al máximo. Pedro se encargaba de esos temas y siempre había sido así. Pero movida por algún sentimiento extraño, quizás olvidando por un momento quién era, había asumido la tarea con total naturalidad como si siempre hubiera sido la experta de los dos para esas tareas. Dejé la taza secándose y la miré. Tenía unas florecitas rosadas dispersas y dos colibríes medios despintados ya por el uso. Era de esos objetos que uno lleva consigo mudanza tras mudanza y no logra identificar cómo había llegado hasta nuestras manos. Llamé a mi madre. Sentí que había atendido el teléfono un tanto molesta, como si hubiera interrumpido algo importante con mi llamado. Le pregunté por la taza, ella no la recordaba. Insistí. Ella me aseguró que no era de mi familia, ni de la abuela, ni de ella. Le volví a preguntar, necesitaba que hiciera memoria. Ella descartó que fuera incluso de la familia paterna ya que ellos nunca habían tenido demasiados objetos y mucho menos de porcelana. Cuando iba a preguntarle por mi padre, se adelantó y dijo en un tono apresurado que tenía la comida en el fuego y que tenía que dejarme. Que luego hablaríamos, si me encontraba en casa por la tarde. No le dije nada y la saludé con suavidad, aunque por la tarde no estaría, no tenía sentido aclarárselo. Di vuelta la taza con cuidado para no despegar el aza recién encolado. Decía en letra cursiva, como escrito a mano: Made in y la letra se volvía borrosa y no se leía nada más. El círculo que encerraba la frase incompleta estaba oscurecido por el uso, de tanto apoyarla, la porcelana se había desgastado en el borde fino que dibujaba la circunferencia.

Por la noche, Pedro, me contó los pormenores del estado de salud de su amigo. Al parecer, en el hospital lo estaban tratando muy bien y estaba contento porque sabía que su amigo estaba en buenas manos. Lo noté cansado, aunque no se quejara ni una vez, ni siquiera bostezara, tenía los ojos caídos, y parecían achicársele por momentos. Noté que llevaba puesto un sweater verde que no le conocía. Me sorprendió pero no le pregunté. De pronto, dejó los cubiertos apoyados en el borde del plato y tomó con su mano la taza de porcelana que estaba en el extremo opuesto de la mesa, secándose desde la mañana. La miró con detenimiento, hizo una mueca que yo interpreté como de desaprobación y la dejó en su sitio. Retomó el relato y me comentó a cerca de la buena comida que le daban en el hospital y de la privacidad que tenía en la habitación que por la decoración y los detalles parecía de hotel. Al terminar la cena le propuse tomar un café. Me fui a la cocina, preparé media jarra y busqué dos tazas para servirlo.

El olor del café se esparcía envolviéndome, me gustaba escuchar a la cafetera trabajar, dejando caer el agua tintada de oscuro, liberando el aroma intenso del café en forma de vapor de café. Al cabo de unos minutos lo tenía servido y lo llevaba al salón donde estaba Pedro fumando uno de sus cigarrillos. Tomó un sorbo y noté el placer en su expresión. Me senté a su lado en el sillón, encogiendo las piernas para darme calor, tomando la taza entre las manos como si fuera un tazón de sopa caliente, y como si su cuerpo próximo, fuera un hogar encendido.

-Hoy llamé a mi mamá.
-¿Si? ¿Y qué te dijo?
-Nada, estaba preparando la comida y no era buen momento.

Terminó de fumar su cigarrillo y al apagarlo me besó en la frente. Luego bajó la mirada y sin decir nada caminó hacia la habitación.

Patricia Bustelo-Septiembre 2011

domingo, 14 de agosto de 2011

HUECO

El pensamiento rueda y cae en el único hueco posible
Se esconde, ahuecando su sentido
Alrededor todo sigue, siempre sigue
El pensamiento se hace con el control del tiempo, cavando más profundo, ahuecando con palabras

Despierta en el campo abierto
Miles de verdes
Miles de matices de verdes
Durante, más verde

En la fosa, el pensamiento se apaga
En la fosa, duerme

Despierta en la ciudad circular
Circula
Circula
Girando sin parar cae en un hueco
Sin palabras se cubre de filos
Cortando el tiempo
Acortando los matices que dejan ralo todo a su paso

Patricia Bustelo
Agosto 2011

jueves, 4 de agosto de 2011

PIEL

“a Pedro Camacho personaje creador de ficción y disparador de nuevas historias”

Bajó la calefacción y abrió la ventana del salón. En camiseta de tirantes desayunó leyendo un artículo de la revista de arte que había comprado la tarde anterior. La mañana predecible se convirtió en un espacio irreal cuando la foto de Pedro Camacho, como si fuera un fantasma, se le apareció en la revista en la página principal. Sólo unos minutos después pudo pensar claramente. ¿Por qué incluirían una nota tan extensa sobre un escritor de dudosa reputación que tan mal había tratado a los argentinos (ella no había sido una excepción, y eso dolía por estar metida en la mayoría indiscriminada y por el odio que soportó por su origen porteño) en una revista de tanto renombre en el ámbito cultural de Buenos Aires? Las decisiones editoriales le parecieron caprichosas, teniendo en cuenta que en Bolivia, su tierra natal, no lo reconocían como un grande entre los grandes y que sólo en Lima tenía algo de éxito. El periodista le regalaba a Camacho elogios que hacían ver a la nota incluso más insolente. Pensó que en las revistas de cultura la ignorancia debía ser seriamente sancionada y que errores como ese no debían permitirse. En un arrebato de cólera tomó una lapicera y un papel e intentó un borrador de carta a la editorial. En la mitad de la hoja (proliferaban los tachones y una caligrafía descontrolada), resopló con furia y lanzó la lapicera por los aires. El bolígrafo hizo una pirueta mediocre y cayó cerca del zócalo justo al lado de la puerta. Su cabeza se desplomó hacia atrás, apoyándose en el respaldo de la silla con indignación. ¿Qué sentido tenía escribir esa carta después de todo? Escribirla sería delatarse y eso no entraba en sus planes. Pedro Camacho había sido un error, (sonaba a coro griego cuando lo decían sus amigas) y revelarse contra el espacio cultural que se le brindaba en Buenos Aires hubiera sido como revivir la herida, abrir la piel en los bordes finos casi transparentes de la cicatriz y trazar un nuevo tajo, profundo, para dejar ver el interior que no tiene nada más que contar nuevo sobre él. No podía hacerlo como mujer ni como escritora. Repetirse, hacerse ella misma cliché era imperdonable. Contarse tan abiertamente, desvistiendo su intimidad le causaba temor. Escribirse ella en la carta de repudio a Pedro Camacho era una locura. De pronto, su nombre se escapó y con la voz dormida de largas horas de silencio nocturno dijo: “Pedro Camacho”. Un segundo después, le pareció que sonaba ajeno, desconocido. Se sonrió y se agachó aliviada a recoger la lapicera. Reacomodándose esta vez en el sillón de pana verde, tapándose con una manta de hilo fina para sentirse protegida, le parecía todo un arrebato tonto, un impulso alocado. Se sonreía todavía cuando sonó el teléfono.

La conversación fue corta pero definitiva. No podía reaccionar, al cortar tuvo un escalofrío y sólo atinó a subir la calefacción. Envuelta en la manta de hilo parecía un beduino sin el coraje de los beduinos, sin poder enfrentar el camino hacia adelante sin mayores resguardos, sin red. La editorial la había contactado para hacer una entrevista junto a Pedro Camacho para promocionar y comparar ambos estilos literarios. El número saldría el mes siguiente y la entrevista constaría de una sesión de fotos en su casa y otra sesión de fotos y preguntas en la editorial. Estás última con Pedro Camacho para tomar algunas imágenes de “los escritores sudamericanos más prometedores juntos”. Cuando el periodista dijo “juntos” ella se estremeció. Volvió a algún punto del pasado (era un extraño espacio indefinido y desdibujado que tenía el poder de reconstruirse totalmente, poderoso en aromas y sensaciones en tan sólo un segundo por obra y gracia de algún estímulo externo desinteresado y le contaba cosas, demasiadas, como si tuviera que tomar nota y no diera a basto) y a partir de ese momento no logró más que decir monosílabos escuetos que completaron frases larguísimas del otro lado del aparato. Sin darse cuenta, el viaje al pasado había costado la módica suma de una entrevista concedida junto a él. Había dicho que sí y mirando su mano, extrañándose de sí misma, vio el papel junto al teléfono con la dirección de la editorial, la persona de contacto y una fecha doblemente subrayada por ella minutos antes que se hundía en el papel resaltándola. Sin poder ordenar ideas, se metió en la ducha, y el agua caliente y el vapor cubrieron su piel, cubriendo todo de neblina espesa.


En la editorial esperaba sentada en la recepción con un café medio quemado en mano. La secretaria le había ofrecido compulsivamente todo tipo de infusiones durante los primeros diez minutos volviéndose una carga. Accedió al café para no escucharla más sin pensar que la incansable pelirroja la acosaría luego con dos grandes opciones: azúcar o edulcorante y que la negativa a ambas destrozaría su moral y su estructura mental dejándola perpleja, envuelta en un loop repetitivo que la pondría de mal humor devolviéndola a su escritorio confusa. Ella, en cambio, revolvía el café amargo, con el palillo de plástico que parecía un mini remo y trataba de serenarse. El encuentro con Pedro Camacho merecía un poco de preparación. Resultó al final un procedimiento idiota, si se pensara bien, porque todo lo que pudo decirse a sí misma no sirvió en absoluto ya que lo sabía pensado para consolarse y de antemano vacío de verdad. La pelirroja tipeaba como quien aporrea las teclas de un piano. Quizás era una pianista frustrada usando un teclado de ordenador como altar de sacrificio. Haciendo memoria no lograba recordarla. Ni su voz era familiar, ni su cara. Había estado sentada allí mismo un mes atrás para conversar con Rodríguez sobre su ensayo y la pelirroja no existía, en su lugar, un chico tímido atendía los llamados y llevaba la agenda de los gerentes. Parecía saturada por las tareas de atender el teléfono y enviar algunos mails, colorada y sudando su frente ancha, le dio pena. Lo único que había querido hacer con cierta amabilidad era ofrecerle un café que resultó horrible e intomable e impostar una sonrisa estrangulada que le dio repulsión. La puerta se abrió y Rodríguez entró junto con dos escritores de la revista. Al verla, Rodríguez dejó la conversación y la presentó a los otros dos compañeros. La pelirroja sonreía buscando la atención de Rodríguez que con desprecio evidente se la sacó de encima haciendo un ademán de “luego”.

Los escritores eran dos columnistas que participarían en la revista del mes siguiente, en el mismo número en que aparecería su entrevista junto a Pedro Camacho. El más joven, de pelo entrecano, tenía el dedo índice amarillento de tabaco y sostenía una carpeta con recortes de diarios y revistas. Al hablar, movía las manos con rapidez y dejó caer los papeles sobre la alfombra de la recepción. La pelirroja que parecía tener un radar infalible, se abalanzó sobre los papeles para recogerlos y se los entregó en mano al canoso que los tomó con automatismo sin prestarle la menor atención. Ella la observó volver a su escritorio, colorada, pero esta vez de vergüenza y de furia, o ambas mezcladas. Supo que no podría ser feliz, todo lo que la pelirroja querría siempre tendría poco interés para el resto, y sus grandes esfuerzos resultarían irrelevantes, como si en su interior anidara una larga lista de miles de páginas de letra pequeña como los índices de los diccionarios de economía. Dejó a la pelirroja de lado empujada por la realidad de que Pedro Camacho había entrado en la recepción y ya lo estaban saludando con abrazos de masculinidad levemente exagerada tanto Rodríguez como los dos columnistas que estaban con él. Después de un caluroso recibimiento y de intentar calmar la ansiedad de la pelirroja que no dejaba de balbucear ofreciendo infusiones e interponiéndose entre él y ella, Camacho la miró a los ojos y sonrió. Sólo Rodríguez fue capaz de intuir que algo más había en ese saludo entre distante y conocido. La pelirroja eliminó la posibilidad de un silencio incómodo arremetiendo con sus ofrecimientos de té, café y gaseosas y Camacho, revelando su naturaleza intolerante, le soltó algo así como que se trajera un té, le pusiera azúcar o edulcorante, según sus preferencias, y se calmara. Que él deseaba eso más que nada, y que se lo tomara a su salud. La pelirroja indignada sin saber bien por qué, (el acento boliviano de Camacho, y esa capacidad que tenía de fijar una expresión sin expresión, secando muecas, puliendo gestos, hasta llegar al minimalismo más absoluto en donde la cara es sólo una sumatoria de los órganos y nada más la confundía), se fue velozmente hacia la cocina y se perdió en el pasillo sin música de taconeo, por la alfombra mullida.

Rodríguez los invitó a pasar a la sala de reuniones donde estaban esperándolos Juan Etchepare, (como si fuera una escena repetida abrazó a Camacho dándole fuertes golpes en la espalda confundiendo por momentos un saludo lleno de cariño con una golpiza gratuita) con quien había contactado por teléfono semanas atrás y un fotógrafo demasiado preocupado por la colocación de las luces como para saludar más que con un movimiento de cabeza escueto. Etchepare sonrió y levantó el teléfono para pedir unas botellas de agua mineral y unos vasos. Camacho hizo una humorada acerca de la pelirroja y de que Etchepare no tenía perdón por desafiar a Dios despertando a las bestias sin motivo. Juan, sin lograr comprender el origen del comentario hacia la secretaria de recepción, sonrió cordialmente pero con los ojos confusos. Todos se rieron festejando la ocurrencia de Camacho, incluso ella, que ocupaba su mayor cantidad de energía en evitar las imágenes del pasado que Camacho había disparado con su aparición.

La entrevista la sorprendió ya que fue un espacio de encuentros contrariamente a lo ella había esperado. La luz y las numerosas fotografías la habían tensionado al principio pero anestesiada por los clics se dejó llevar sin resistencia a lo largo de las preguntas que había programado Juan y al final eso la había hecho aparecer como auténtica, graciosa y fresca en sus respuestas. Camacho había estado amable y distante, exhibiendo cierto orgullo y olvidando los agravios realizados en el pasado en cientos de entrevistas y ensayos a los escritores argentinos, a la cultura argentina, a todo lo que se definía como argentino. Si el pasado no existía para Pedro, ella tampoco. Eso justificaba su actitud para con ella desde el comienzo de la sesión. Borrando toda su culpa, liviano de memoria, le pareció un muñeco insensible, cínico, dejándola en un lugar diferente, que ya no podía llamarse pasado, que había que definir nuevamente, y que dolía pensar incluso. Los encuentros intelectuales, sobre todo las lecturas coincidentes de algunos autores norteamericanos, ayudaron a suavizar el momento. Etchepare propuso cerrar la sesión exitosa tomando una copa y todos se apuntaron menos ella que inventó un compromiso previamente acordado que no podía anular. Camacho pulsó el botón del ascensor y tomó la iniciativa. Con su pantalón de corderoy marrón y el bolso de cuero gastado lo veía como a un vendedor ambulante, un profesor de filosofía, un psicólogo de mediana edad pero nunca como un escritor. Un padre de familia, un cura de civil, un arquitecto o un comerciante de la capital, pero nunca como un escritor. La capacidad reducida del ascensor los obligó a entrar por grupos y Camacho cerró la puerta tras ella cuando Etchepare intentaba subir. Se miraba en el espejo, arreglando la solapa de su chaqueta y ella miraba hacia el suelo, apoyando el peso del cuerpo alternativamente en la pierna derecha o en la izquierda.

-Pensé que no ibas a venir, cuando me dijeron que habías aceptado me quedé sorprendido.

Ella apoyó el peso de su cuerpo sobre su espalda, y luego contra el espejo del ascensor.

-No puedo creer que estos me hicieran semejante homenaje después de todo lo que he dicho en el pasado.

Ella lo miró buscando algún gesto, y él dejó de mirarse al espejo. Ella se concentró en la piel color de bronce, rastreando algún rasgo del tiempo, signos como arrugas. Tenía los ojos enormes, redondos y marrones, conservaba eso de personaje bello de Silvina Ocampo, repitiéndose como están condenados a hacer los personajes, intactos, predecibles de pura amabilidad con el lector, trozos de tierra sin dimensiones.

-Si al final tengo razón, les pegas y les gusta, ¿son o no son unos idiotas los argentinos?

El ascensor se detuvo y ella caminó con decisión hacia la parada de taxis, dando vuelta a la esquina sintió que Pedro Camacho la miraba, no se dio vuelta y levantando la mano paró un taxi que estacionó pegado al borde del cordón de la vereda.

Patricia Bustelo
Agosto 2011

viernes, 1 de julio de 2011

Nuestra vida

Con desproporción evidente, habíamos combatido todo tipo de tormentas más o menos inventadas. Con la misma desproporción o desmesura, como diría Irene, habíamos sorteado caminos aparentemente peligrosos aunque no fuera más que una idea de peligro.

La posibilidad del daño, el daño propio, el daño que puede sufrir el otro amado, era nuestra única preocupación. Los demás permanecían callados, expectantes, como si nuestra vida, la de Irene y la mía, fueran parte de un espectáculo de azar, como de esos shows de magos extranjeros que hacen trucos increíbles.

Teníamos una casa en las afueras, tal como habíamos siempre querido, la casa de la montaña, cerca del pueblo de Irene, tal y como ella siempre había querido y un coche de colección como siempre había deseado. Teníamos nuestra vida. Los demás permanecían callados, vaya a saber por qué, pero lo hacían. Hubo un tiempo, confieso con cierta vergüenza, en que pasaba todas las noches antes de cerrar los ojos pensando por qué los demás callados nos hacían sentir diferentes, por qué nos juzgaban sin darnos tregua. Cuando el procedimiento había comenzado a obsesionarme se lo comenté a Irene y rápidamente ella me ayudó a dejarlo ir.

-No te aflijas, amor. Los demás siempre estarán en desacuerdo con lo que hagas, hagas lo que hagas. ¿Para qué mortificarte así por gente que no te conoce?

Todavía recuerdo la sensación de alivio inmediato. Como si alguien hubiera venido corriendo a toda velocidad hasta mí retirando con sumo cuidado piedras enormes y dejándome salir del hueco. Esa noche dormí mejor que en mucho tiempo, sin embargo Irene, por una extraña causa que todavía no logro entender comenzó el procedimiento opuesto y se volvió una adicta a las pastillas de dormir. Me preocupó tanto su estado que acudí a consultar a varios especialistas con ella y leí todo tipo de bibliografía sobre el tema. Aparentemente, Irene no tenía nada físico o biológico que pudiera causar el mal. Me dolía verla adormecida en todos lados y a toda hora. Me daba miedo que condujera en ese estado de semi vigilia permanente. Irene, obediente, accedió y sin remedio tomaba las pastillas para dormir cada noche. Me intrigaba saber qué hacía cuando en medio del silencio nocturno se desvelaba, pero nunca le pregunté por miedo a que hablar de su desvelo le causara más problemas. Ella solía tener los ojos abiertos cuando sonaba el despertador. La miraba unos segundos, su belleza intacta, su cabello perfectamente peinado, el camisón sin arrugas, y preparaba el café.

Los Smith Suárez nos invitaron a su fiesta de aniversario en la casa del campo. Irene estaba ilusionada preparando su vestido y planificando su maquillaje y peinado. Yo era feliz viéndola tan animada. Esa noche lucía radiante, me pareció revelarla, como si fuera un negativo pequeño que se abría en colores a una vista panorámica espectacular. Lustré el coche y le cambié el sobrecito del ambientador para que ella al entrar no perdiera encanto. Habíamos comprado un jarrón chino en una casa de decoración del centro. Irene hablaba del jarrón como nunca la había escuchado hablar de nada antes. Pensé que si ella podía ser tan feliz a pesar de su problema, no tenía que preocuparme más.

En la fiesta, los homenajeados estaban rodeados de amigos, divorciados o de parejas amargadas que hacían que ellos destacaran aún más. Sus sonrisas eran absolutamente de postal. Recortables, e imaginé cómo las otras parejas esa noche tomaban unas tijeras filosas y se intentaban llevar parte de ese botín. Irene me acercó una copa de vino tinto y lo saboreé con placer. Me besó en los labios, me apretó junto a ella y me dijo que me amaba. A los Smith Suárez les encantó el jarrón chino y se pasaron toda la noche haciendo comentarios halagüeños acerca de nuestro regalo. Irene no se separó de mí en toda la noche, me sentía pletórico, completo. De vuelta a casa, Irene estaba callada, adormecida. Abría y cerraba los ojos intermitentemente como una luz de giro, como la llama basculante de una vela. Sentía ternura por su cansancio mientras me concentraba en la carretera que estaba húmeda por la brisa de la noche. Los coches iban a velocidad, en dirección contraria, y llegando al portal, miré a Irene dormir profundamente, resoplando levemente, elevando y descendiendo su diafragma con delicadeza automática. Aparqué el coche en el garaje y con el mayor cuidado le toqué el brazo queriendo despertarla. Irene no respondía. Lo intenté nuevamente. Seguía durmiendo. La sacudí apenas y ella no reaccionó. Acerqué mi cara a su boca y sentí su respiración tibia, la temperatura de su cuerpo adormecido y me quedé en el coche, esperando a que despertara.

Patricia Bustelo
Junio 2011

miércoles, 29 de junio de 2011

DEVENIR

Descubrí que mordía la manzana con cierta indiferencia mientras yo no hacía más que intentar buscar las palabras exactas, tratando de explicarle. Me desconcentraba el procedimiento prolijo, meticuloso y me metía en su inercia. Probé callando. El silencio no cambió nada en absoluto. Sería la última vez, pero los finales siempre son diferentes. Los mordiscos se sucedían sin cesar. Comencé a llorar. La habitación tenía esa luz de la tarde que se va yendo y podía ver algunas sombras en las paredes que hacían de almas de los objetos, fantasmas inmensos por momentos, haciéndome llorar aún más. Pensé que si me movía, me ponía el abrigo y me iba sería igual. Lo hice.

En la calle, la gente apretaba sus bufandas contra la garganta, fumaba, iba ligero hacia su vida. Mis pasos eran tan pesados, casi no podía levantar los pies del suelo. Frente a la parada del autobús encontré a un chico vendiendo flores. Comprè un ramito de flores blancas. Las florecitas apretujadas por un hilo que de tan tenso parecía asfixiarlas. El viento frío me rozaba la nariz y las orejas que tenía momificadas. Al acercarse el autobús a la parada, las florecitas pedían salir y escapar. Las imaginé volando como palomas, como si los pétalos pudieran aletear. Corté el hilo con decisión y las dejé ir.

sábado, 7 de mayo de 2011

EL MAGO

No me gustan las discusiones. Punto- dijiste medio sonámbulo, caminando hacia la cocina en busca de un vaso de agua.

Yo, que estaba despierta aún cuando vos dormías sereno, (como si siempre hubieras estado durmiendo, aún cuando estás despierto) me tapé con la frazada hasta cubrir por completo mi cabeza. Sentía cómo se concentraba el calor, armando un universo a mi medida, en la cama inmensa. Escuché cómo apoyabas el vaso en la mesa, el líquido vertiéndose. Son las ventajas de la noche, se revela hasta el detalle más insignificante. Creí imaginarte apoyado en el borde de la mesa, inclinándote, medio dormido, sorbiendo el agua, saboreando todavía tus palabras llenas de rencor. Luego, tus pasos que volvían hacia la habitación. No quería descubrirme la cabeza. Pensé que si me mirabas fijo me convertirías en Medusa.

Te metiste dentro de las mantas automáticamente. Antes de apagar la luz creí que ibas a decirme algo, quizás a preguntarme dónde estaba. Sólo se escuchó un leve click y mi universo acotado pasó a ser átomo dentro de la oscuridad.

Patricia Bustelo
Mayo 2011

lunes, 25 de abril de 2011

Como en invierno

Me dijiste que te ibas y que no volverías. Que la oportunidad era única, imposible de rechazar.

Me daba igual. Ya no te quería.

La semana siguiente, me dijiste que el viaje se había suspendido, que preferías quedarte conmigo. Yo me alegré.

Ahora, que estás en la puerta, esperando el taxi que te llevará al aeropuerto, quiero meterme en la cama y no levantarme más. Taparme con las mantas pesadas, como cuando es invierno y salir de la cama es como salir al mundo en pijama. Olvidarme de todas tus confesiones, de los planes que nunca podremos realizar y sobre todo de algunas noches.

Entonces tocan el timbre, salís mirándome fijo, creo que estás llorando. Yo corro hasta mi habitación, busco las mantas en el armario y escucho la puerta que se cierra por el viento.



Patricia Bustelo

Abril 2011

Sueños de niña

.Anoche tuve un sueño

Me vestía de rojo y me ponía un extraño sombrero

Parecía un champiñón.

Destrozaba la maleza con un machete, abría caminos llenos de frescura

La luna estaba apoyada en una rama, me iluminaba niña

(mi ropa de color rojo parecía blanquísima)

Una mano salió de entre los árboles, tendida, amable.

No la quise tocar, me quedé mirándola.

Seguí mi camino, abriendo espacios verdes con el machete.

En mi sueño sabía usar el machete con habilidad amenazante.



(No pasaba el tiempo)

Cuando desperté era la misma

Al costado de mi cama estaban mis zapatos llenos de tierra y hojas



Patricia Bustelo

Abril 2011

Las palabras ajenas

.

Me molestaba casi todo a esa altura. Cómo comías, cómo abrías la puerta y sobre todo cómo me decías esas cosas.

Fui juntando coraje. Un día, dos y cuatro años. Fui anotando en una libretita pequeña y azul todas esas cosas que no me atrevía a decirte.

Después me olvidé de todo. Una pena. Menos mal que se lo había contado a Damiana. Ella sí que tenía memoria.




Entonces cuando nos vimos, aquella tarde en el parque inmenso, que tanto te gustaba, saqué el papelito de Damiana del bolsillo y leí sin detenerme ni un minuto. Y sí que tenía memoria Damiana, había anotado todo con sumo detalle. Vos, te quedaste mudo.

Frente a mi discurso no tenías alternativas. Soné seria, protocolar. Y así, por primera vez en la vida, después de leer algo tan real, como mi propia vida en voz alta, me despedí de vos.




Me fui caminando hasta la parada del colectivo vacía. Me había convertido en un personaje.



Patricia Bustelo

Abril 2011

El fantasma

El fantasma es la pérdida.

Hace un mes le tenía miedo. Ese miedo real que te provoca sudor frío y llanto en medio de la calle. Ahora no.

El fantasma recorre mi casa, entra en la cocina, después sale al balcón. Yo leo, me ducho, duermo, hablo por teléfono. El fantasma es la pérdida.

Si le hablo, lo hago importante. Por eso lo ignoro.

Sospecho que se nutre de mis preguntas. No puedo evitar hacérmelas.

En las mañanas me mira lánguido desayunar. Esa cara angulosa, huesuda de fantasma.

Esas manos sin carne. Ese perder el tiempo de fantasma. Lo ignoro con todas mis fuerzas.

Una tarde regreso a mi casa después de comprar flores y lo veo leyendo mi novela preferida.

Me enoja profundamente esa falta de respeto. Le toleré todo pero eso no.

Entonces le grito, lo miro fijo, le ordeno que se vaya. Ofendido se levanta y se tira por el balcón. Corro detrás de él y me asomo. Me inclino porque no lo veo, me inclino más y me caigo.



Patricia Bustelo

Abril 2011

jueves, 14 de abril de 2011

TEMORES IMPOSIBLES

La polilla había entrado en su apartamento en algún momento de la mañana. La tenía encerrada en su habitación. No se atrevía a entrar. El miedo repugnante le causaba estupor, inmovilizándola. Circunscripta, con la puerta cerrada, no llegaba a olvidarla. Desayunó, se dio una ducha siempre mirando de reojo a la puerta de la habitación. Aparentemente a salvo. Dejándolo para después.

Por la noche no tuvo alternativas. Parada frente a la puerta sintió el sudor helado recorrer su nuca. Apoyó la mano en el picaporte, temblando. Decidió. Bajó por el ascensor con un bolso y algunas prendas que habían quedado en el lavadero, arrugadas. Disfraces de su temor.
Nunca más volvió.

Patricia Bustelo-Abril 2011

De cómo la inmortalidad terminó con mi vida

Quiero ser inmortal, se dijo. Más que nada en este mundo, ser inmortal. Dejó la taza sobre la mesa, después de todo el café ya estaba frío y se pegó un tiro. Patricia Bustelo Abril 2011
MALDITA, MALDITA, MALDITA DICOTOMÍA

Estaba en el aeropuerto, la valija se deslizaba con las rueditas sin mayor dificultad, la sensación de que todo iba saliendo a la perfección se sustentaba mucho en el ritmo ligero y despreocupado con el que podía caminar gracias a ello.

Dos hombres, caminando detrás de él, comentaban la actualidad política, repasando temas como salud, seguridad y economía. Prestó atención para sentir que ya estaba de vuelta, para envolverse con el retorno y empaparse de su nueva realidad. Los televisores del bar del aeropuerto transmitían un partido de fútbol y lo llenó de alegría. Se sentó sólo un rato para tomarse un café con medialunas y ver un poco del partido. El ritual armaba un todo arquetípico pero le hacía sentir que volvía con más fuerza, auténticamente. Todavía no había salido del aeropuerto, no había pisado las calles de su Buenos Aires añorado y quería ir viviendo poco a poco la experiencia, como quien se adentra en el mar y como el agua está fría entra paso a paso, disfrutando y temiendo cada movimiento, pero avanzando. Pagó una suma irracional y prosiguió su camino hacia afuera, hacia la ciudad.

Estaba dejando algunas monedas de propina sobre la mesa, cuando el camarero cambió el partido por un programa periodístico en donde comentaban temas electorales y evaluaban posibles candidaturas para las próximas elecciones. Lo vio y un escalofrío le recorrió la columna, como recordándole algo importante, alertándolo. Le resonó lo peor, lo más temido, lo que lo había alejado de su tierra años atrás. Los juicios, la intolerancia, la manía por definir todo y encasillar todo en a favor o en contra de y esas miras limitadas a una historia que nos habíamos contado distorsionada, arreglada para definir ese a favor o en contra más fácilmente, producto de la inmadurez política de nuestro país, producto de la adolescencia institucional a la que habíamos llegado. No quiso darle mayor trascendencia y se dispuso a tomárselo con humor, sonrió pensando: Somos un país sin terapia y estamos llenos de terapeutas.

Bajando las escaleras mecánicas, podía vislumbrar la calle, aunque no era su barrio y ese recorrido no correspondía a la postal que tenía guardada en la memoria afectiva, Ezeiza era parte de volver, era una pieza fundamental que antecedía al barrio, al recuerdo más vivo, intacto de las calles y del colegio, los bares y las plazas. Vio una fila de carritos bien organizada que empujaba un empleado del aeropuerto, taxis estacionados, extranjeros hablando con agentes de turismo y entrando a buses con sus maletas y un cartel de un político de la provincia de buenos aires colgado en un poste, y tachado con un aerosol que decía “gorila”. En el recorrido visual la palabra “gorila” era susceptible de ser recortada y llevada a otro contexto, quizás un cartel de zoológico. Allí tendría sentido, armaba discurso. Debajo de “gorila” vio la palabra “puto”, más pequeña, de otra caligrafía, quizás escrita por otra persona incluso en otro momento. Pensó que llegar a Buenos Aires era eso también, que no debía tensionarse y tomar esos elementos como antecedentes de nada en particular, que no podía permitir que le arruinaran su regreso, su necesidad de estar entre los suyos, su ilusión por pasar el resto de su vida en su tierra. Caminando con su maleta hacia la salida, la palabra “puto” se volvía más real. Pensó que no había cambiado nada su país, que podía dejarlo como a cualquier telenovela latinoamericana de las tres de la tarde y retomarla en cualquier capítulo sin temer perder la trama. Pero como lector rechazaba el hecho de poder adivinar tan fácilmente el final, le quitaba libertad, paradójicamente, la libertad de disfrutar.

Buenos Aires lo recibió con sus antiguas certezas, las que el viajero que parte olvida, como cuando se termina una relación con alguien, que con el tiempo sólo van quedando los recuerdos bellos y los malos se dejan de lado. Había reencontrado a su Buenos Aires como si fuera una antigua novia, sólo la recordaba bella, entera, total. Las primeras dos horas en su país, antes de haber podido dejar el aeropuerto lo obligaron, sin embargo, a asumir que todo se reducía a ser o no ser, a tener que definirse por algún bando. Supo que la clave para sobrevivir, sociabilizando como imponía la casa, sólo contemplaba un sistema binario, de apagado o encendido, y que una tercera opción lo condenaría a quedar sin palabra, fuera de la red del discurso. Se vio cayendo, sin red, y sintió cómo su corazón se aceleraba, su respiración se agitaba cuando las puertas automáticas que señalaban un cartel de SALIDA se abrieron.

Volver era una imagen o una foto, pero definitivamente no era una realidad. Quizás podía retroceder, volver sobre sus pasos, subir nuevamente la escalera mecánica, borrar las huellas en el bar, minutos antes, quizás podía, por estar fuera de la red dicotómica, ejercer su libertad, conservar la foto en su memoria y elegir otro final.

Patricia Bustelo
Abril 2011

miércoles, 13 de abril de 2011

Ferretería

El salón estaba repleto de cajas medio abiertas, amontonadas entre algunos muebles que parecían no acostumbrarse a su nuevo lugar. Tirada en la cama, sobre el colchón, con la ropa puesta, estaba descansando unos minutos en su nueva casa. Los de la mudadora se habían ido. El silencio era total. Tenía que abrir las cajas, vaciarlas, colocar las cosas en armarios y vivir. No tenía fuerzas para hacerlo. Recostada en ese colchón sin sábanas, la habitación tenía el olor intenso a pintura fresca en las paredes, y las cajas se volvían monstruos, plagas. Antes de las cajas, antes de ese sábado de mudanza, había otra casa, otra vida. Antes sólo era antes, y ahora constituía una unidad de tiempo diferente y ajena. Pensó que antes era una unidad de tiempo conocida, y que ahora no le pertenecía. Las cajas eran espacios que contenían objetos de diferentes momentos de su vida, encerrando el tiempo y mostrando la majestuosidad de todo lo inexorable.

Recostada en la cama observó las paredes, cómo la luz hacía dibujos entrando a través de la persiana, la falta de cortinas, el techo sin bombita de luz, y pasó la mano por su frente, acariciándose el pelo. Lo primero que haría cuando se levantara, sería colgar la ropa, luego colocaría en su sitio a los utensilios de cocina y lo más importante lo dejaría para el final, colgar las fotos. O no. Al pensar en su plan se dio cuenta de que no tenía herramientas. De pronto sentía una urgencia por tener martillos, clavos, destornilladores, objetos que nunca habían sido parte de su vida y que casi siempre los vio en manos de otros. Calculó la hora y se dispuso a buscar una ferretería en el nuevo barrio para hacerse con esos elementos. En la puerta de su casa, mirando a derecha e izquierda, decidiendo a dónde caminar para iniciar la búsqueda, era otra. Los barrios nuevos tienen esa sensación de vértigo, ese espacio sin mapear, sin reconocer en la memoria daba miedo. Los olores, las caras, eran para ella de otro mundo, y le parecía extraño que hubieran podido existir todo el tiempo mientras ella, antes, vivía en otro barrio, en otros espacios conocidos. Se decidió por la izquierda. No se equivocó. A dos calles de su casa nueva, la ferretería ocupaba una esquina frente a la plaza. Al cruzar, tuvo un escalofrío, pero no le dio importancia. Dentro pidió varios elementos, los pagó y se fue. Cargando la bolsa de nylon se sentía más segura, como si llevara un arma. Pensó que tener un arma sólo tenía sentido cuando se tenía un enemigo y buscó en su mente posibles candidatos. Las caras se sucedieron en segundos en su mente, repasando anécdotas, mientras caminaba de regreso a su casa, y se sonrió al ver que no encontraba a nadie concreto a quien hubiera atacado con su nueva arma.

-No soy nadie-murmuró poniendo la llave en la cerradura.

Buscó la caja que tenía el cartel que decía cuadros y fotos. La abrió con el filo de la tijera, sacó dos marcos de madera pintados de rojo y miró a su alrededor. Los apoyó en la pared del salón, la que estaba frente a ella, luego los apoyó en una pared del pasillo y le pareció mejor. La bolsa de nylon había quedado en el suelo, justo al lado de la puerta de entrada. Sacó el martillo y dos clavos. Cuando terminó se quedó mirándolos, recordando esos momentos. Su expresión sonriente, en el primero, le devolvió la sensación de pertenencia que le faltaba. En el otro cuadro, se la veía de perfil, en blanco y negro, pero esa no tenía un recuerdo tan sencillo de encajar en su casa nueva. Ese quedaría suspendido para después. Se dio cuenta que ningún cuadro podría reflejar mejor lo que era ella en ese momento más que un espejo. Buscó el espejo en la misma caja en que estaban las fotos y eligió un lugar para ponerlo. El martillo era pesado, el mango de madera estaba pintado de azul y tenía dos hileras cerca de la cabeza de metal blancas como si fueran dos anillos. Buscó otro clavo y colgó el espejo. Se miró, hizo muecas, intentó una sonrisa forzada, exagerando los gestos y repitió frente a su propia imagen: No soy nadie.

Después abrió las cajas de ropa y la de utensilios de cocina, y mucho después hizo la cama con sábanas y acolchado de flores para dejarlo todo atrás.

Patricia Bustelo-Abril 2011

sábado, 9 de abril de 2011

FLORERÍA

El vendedor del puesto de flores de la esquina tenía un secreto. Estaba segura de que algún día lo descubriría. Sin hablarle, sin preguntar siquiera su nombre, llegaría a ese lugar escondido.

Le gustaban las flores blancas, no importaba lo que dijeran de las flores y sus colores, ella prefería las blancas. Sin ser virginal, ni lo contrario, le gustaban las flores blancas y estaba fuera de toda discusión.

El vecino del cuarto tenía la sonrisa más aterradora que jamás había visto. Intentaba por todos los medios no cruzarse con él en el ascensor o en el palier o en la calle. Intentaba y lo conseguía. Una vez llegó a pensar que todo lo que intentaba lo conseguía y se equivocó.

Cruzó la calle con el pelo aún mojado de la ducha. Sintió como algunas gotitas humedecían su camisa y caminó despreocupadamente. En el puesto de flores se dedicó a captar el aroma de todos los ramos que inclinados en su conjunto parecían un inmenso ramillete de opciones.

Pidió jazmines, luego rosas blancas y al final margaritas. El vendedor del puesto de flores tenía unos cuarenta largos. Sonrió buscando los billetes en su cartera pensando que sólo había tenido cuarenta largos y nada más. Ella tenía los años desbordantes, pero no eran para siempre. No todos nacían iguales, ella lo sabía bien.

Al cruzar la calle, de vuelta a su casa, un coche la rozó haciendo temblar las flores. El aroma la envolvió en un vals. Quedarían estupendas en el florero sobre la mesa pequeña. Como la semana anterior, y la siguiente. Algunas cosas no cambiaban para nada. Pensar eso aliviaba.

El ascensor tardaba en bajar. Fue recorriendo los pisos desde el séptimo hasta la planta baja. Se abrió la puerta y el vecino del cuarto sacó la peor sonrisa de todas, llenó todos los espacios de la memoria, su niñez, su adolescencia y el más allá. Le apuntó con el ramo, extendió el brazo hasta tocarlo, poniendo distancia. Ya en el ascensor, la sonrisa repetía un verso de una canción conocida, pero no podía recordarla.

PATRICIA BUSTELO
ABRIL 2011

CARNICERÍA

Había despertado pensando que era viernes. Era viernes.
Tenía un presentimiento agudo, golpeándole en la nuca, al salir de la cama y al lavar su cara. El agua empapaba ese rictus conocido, y el presentimiento crecía. Quiso dejar de pensar. Pensaba igual. En la cocina descubrió que no había café. El rictus se acentuó notablemente.
La cola de la carnicería era una fila interminable de señoras de otros, de conversaciones babelizadas sin Dios. Esperó porque quería, sin necesidad, porque quería. Escuchando todo tipo de predicciones y críticas apretando los dientes y sosteniendo el papel con el número de su turno. Le dolía la cabeza de tanto luchar contra el presentimiento. Le dolían las piernas de esperar en la cola. El carnicero estaba solo esa mañana sin su ayudante. El espacio se hizo pequeño, asfixiante. El banco de madera, dentro del local, estaba ocupado por varios niños desterrados por sus madres, abandonados que miraban el mostrador con los cortes de carne azorados, con temor.
Lo inevitable estaba siempre a su lado, no podía negarlo. Lo irreductible, en el pensamiento, junto con la predicción, golpeando, pidiendo con violencia salir. No quería dejarlos ser. Avanzaba la cola. El ventilador de techo captó su atención, se movía repartiendo telarañas y poco aire fresco. Todo allí estaba fuera del espacio predecible, en otoño con ventilador de techo, él con su chaqueta vaquera y el carnicero con una camiseta de tela finísima que se dejaba ver debajo del delantal. Algunas señoras reían y sus voces le parecieron timbres de colegio. Timbres de reloj despertador. Timbres sin sellos. Esperó porque quería.
Cuando llegó su turno, pidió lo de siempre, pagó y se fue.
De camino a su casa, el presentimiento había desaparecido. Era un viernes como el anterior y como cualquiera, y sacudió sus alas transparentes sintiéndose aliviado.

PATRICIA BUSTELO
Abril 2011

jueves, 24 de marzo de 2011

Supermercado

La china sentada frente a la caja registradora era una estatua de china con caja registradora. De piedra oscura, brillaba encandilada y devolvía su imagen caleidoscópica a los vidrios del local. La verdulería de los peruanos, dentro del supermercado, tenía toda la frescura del lugar, reunía la sombra, la soledad y todo aquello a lo que uno no puede asomarse sin tener un poco de miedo. Las verduras y las frutas acomodadas en sus cajones imitaban pequeños ataúdes.
Entré pensando en dos o tres productos, contando mentalmente el dinero que traía desparramado en la cartera. De pronto, me di cuenta de que tenía muchas monedas de un peso y me alegré. Eso podía ayudar. Las paredes del supermercado estaban empapeladas de afiches de diferentes marcas, algunos medio caídos, mirándolos daban pena. Llegando al fondo, donde la china joven cortaba el fiambre, tuve ganas de vomitar. Algo en el ambiente, un olor penetrante, indescriptible llegó hasta mí golpeándome. Traté de pensar en cosas bellas, método que había aprendido de pequeña, inducida por mi madre, y que con una falsa aceptación apliqué para evitar sentirme tan des localizada.
Antes de que pudiera recomponerme del todo, la china joven, me escrutó con la mirada hasta que no me quedó otra opción que pedir los doscientos gramos de jamón cocido y los trescientos de queso de máquina. Lo dije sin pensar. No necesitaba comprar eso. ¿Por qué lo había pedido, entonces? Ya estaba hecho. Corregirme era imposible y entonces sólo me quedaba recontar mentalmente lo que me quedaba de dinero para poder comprar esos tres productos que sí necesitaba y que me había llevado hasta allí.
Busqué con la mirada la góndola de las galletitas, mientras la china joven no paraba de cortar en láminas casi transparentes el jamón. Repensé el menú de esa noche. Teniendo el fiambre que no necesitaba ahora necesitaba una tapa de tarta para usarlo. Y alimentando la serie de acciones innecesarias busqué, girando el cuello, las heladeras donde las tapas de tartas solían estar. Ni siquiera tenía ganas de comer eso, pero el destino dentro del supermercado se había pronunciado.
Pensé que había pasado toda una vida buscando señales del destino, hechos que en la apariencia fueran insignificantes pero que luego en un recuento inteligente y simbólico se resignificaran dando respuestas a mis preguntas. No podía decir, con sinceridad absoluta, que lo había encontrado pero ese momento frente a la china joven se parecía mucho a esos esperados vaticinios encubiertos. La china joven era la pitonisa y yo un Edipo, sin acertijo, estaba más desnuda que nunca. Miré hacia abajo, había salido con pantuflas, con un vestido de flores pero con pantuflas. ¿Era eso una señal? Los afiches medio caídos y las pantuflas armaban un rompecabezas surrealista, onírico. El olor venía a bocanadas. No quería abrir la boca. Como cuando era pequeña, el mismo procedimiento irracional cuando un olor desagradable invadía el ambiente, como evitando tragarlo, fijarlo adentro, muy adentro, con temor y ansiedad. Apreté los dientes. La china joven pesó el jamón y el queso. Anotó con una lapicera azul el precio y abrochó el papel del envoltorio, cerrándolo, entregándome el contenido con automatismo. Yo incliné la cabeza, como agradeciendo o como escapándome, sin abrir la boca, fantaseando con la idea de que podía taparme los oídos para que el olor no osara entrar por las orejas, no pudiera hallar caminos hasta mí. Un hombre con un carrito me empujó sin darse cuenta y me pidió disculpas, yo seguía apretando los dientes, caminando rápido, quizás con torpeza, comenzaba a pensar, hasta la caja registradora.

La china de la caja registradora cobró vida al verme llegar hasta ella. Miró el precio escrito en el envoltorio de fiambre y lo tecleó en la máquina. Saqué algunos billetes enrollados, y algunas monedas y me fui sin pedirle la bolsa. Rocé con mis pantuflas el cajón de zapallitos, erizando mi piel por el escalofrío inesperado, y doblé en la esquina sin detenerme a pensar que llevaba el fiambre y me había dejado las tapas de tarta. Abrí la boca. Respiré y pensé que eso era un verdadero símbolo del destino. Fuera del supermercado lo inevitable era real.

Patricia Bustelo-Marzo2011

Peluquería

Decididamente tenía que cortarse el pelo. No podía dejar pasar un día más y la realidad aplastante del flequillo cayendo sobre su frente lo recordaba en cada minuto.

Ya en la peluquería de la esquina, Darío le dijo que esperara mientras cortaba el pelo a un niño pequeño y malhumorado. Se sentó a espaldas de la silla donde el peluquero trabajosamente recortaba una nuca pequeña. Había revistas pero no quería enterarse de nada. Sopló para despejar el flequillo, y palpó sus bolsillos. No tenía cigarrillos. De todas formas, pensó, no podía fumar en el local. Al salir pasaría por un kiosco y compraría unos nobel.

El niño miraba el espejo resentido, con esa expresión de ira contenida que esconde un gran dolor. Le pareció extraño que su madre no estuviera allí esperándolo, mimándolo como solían hacer las madres en las peluquerías. Mirando el espejo adonde la cara del niño infeliz se reflejaba pudo entender su tristeza. Abandonado. Darío le hablaba de cuando en cuando para relajar al pequeño y el niño cambiada un poco la expresión en esos momentos, contestaba con voz baja pero mostrando mayor entusiasmo. Tenía muchas ganas de fumar, esperar condensaba el cúmulo de sensaciones por las cuales él fumaba, resumía perfectamente la función del cigarrillo en su vida.

La campanilla de la puerta sonó, y al abrirse dejando entrar el rayo de sol de la mañana una mujer de unos treinta años saludó a Darío. El niño cambió la cara, sonriendo, movía la cabeza alardeando de su nuevo corte que estaba casi terminado. La mujer se sentó a su lado, con sus pantalones azules y una camisa desabotonada que dejaba ver la puntilla de su ropa interior. Lo miró haciendo un ademán de saludo cordial, lleno de educación y formalidad más que de sentido. Pensó que esos momentos eran los ideales para encender un cigarrillo. No tenía.

De pronto el niño puso cara de espanto y Darío le pidió disculpas. Miró a la madre buscando purgar su culpa y el niño soltó un pequeño grito de dolor. La madre se puso de pie y tomó la mano del niño. Las tijeras son objetos peligrosos y a veces rozan la piel con su filo más de lo necesario. Desde su asiento no podía ver con claridad la magnitud del daño pero no parecía ser grave por la reacción de Darío y de su madre. Luego, con precisión de enfermero, Darío tomó una brocha de pelos blancos y se la pasó por la nuca y alrededor del cuello retirando pelos y acariciando su piel. El niño, ayudado por su madre, bajó de la silla y salió corriendo sin decir palabra. Su madre miró a Darío e hizo un comentario trivial acerca de los niños y sus reacciones y pagó con cambio que agradeció el peluquero con excesivo entusiasmo.
Sopló una vez más y despejó algunos pelos de la frente que le caían molestándole. Darío le pidió que pasara y se sentara en la silla. Se quitó el saco, lo colgó en un perchero que estaba pegado a la mesita con las revistas y se sentó . Darío lo miraba fijo, como hace un escultor frente a la piedra amorfa, viendo una realidad más allá de la roca deforme, y en su pelo algo más que un flequillo desparejo y largo cayendo por su frente y cejas. Le preguntó cómo lo quería y él simplemente dijo que quería recortarlo un poco pero manteniendo el mismo estilo de corte. Darío hizo una humorada acerca del estilo que parecía inexistente y le colocó una capa para proteger su ropa. Humedeció su cabello con un spray, peinó el flequillo hacia atrás, tomando sus cabellos entre sus dedos, midiéndolos, y volviéndolos a peinar. Tomó las tijeras y comenzó a cortar pequeños trocitos, escalonados, acercando el metal frío a su cuello, escalofriante.

Darío hizo un segundo comentario en tono gracioso acerca del tiempo que él pasaba sin ir a la peluquería y lo mal que hacía ya que el pelo perdía fuerza y vitalidad y a cierta edad de los hombres esos dos elementos eran casi sinónimos de su hombría. No le dio ganas de reírse, se hizo el introspectivo y no dijo nada, mirando sus zapatos, relajando el cuerpo como si estuviera muerto, imitando un estado mental cercano a la meditación profunda.

La puerta se abrió y Joe entró. El americano llevaba varios meses viviendo en el barrio, enamorado de una camarera del bar de la estación, a la que conoció no se sabe dónde ni cómo y que lo arrastró hasta Buenos Aires abruptamente. Cuando lo vió aparecer por la puerta pensó que estaba abducido, la camarera lo había abducido.
Joe hablaba muy mal el castellano, tartamudeaba más de lo que decía, y sus titubeos le daban tiempo para pensar la frase en Dios sabe qué idioma desconocido, y al resto a adivinar lo que quería decir. Darío casi no lo dejó articular palabra y le sugirió que se sentara a esperar su turno. Entendía más de lo que lograba expresar. Joe, a su manera, era un mudo en Buenos Aires. Lo vió a través del espejo, tomar una revista de hípica, mirar las fotos, pasar las páginas matando el tiempo. Luego palpó su pantalón como buscando algo y retomó el tour hípico concentrado en su tarea.
Darío le pidió que inclinara hacia atrás la cabeza y él se recostó dejando caer la nuca contra el respaldo del sillón. El contacto del cuero con su piel le dio gusto, dejaba un poco atrás la experiencia del filo de la tijera y su metal helado. Darío tomaba entre sus dedos el cabello, lo medía y cortaba, peinaba y comenzaba otra vez el procedimiento. Luego lo empujó suavemente como pidiéndole que se incorporara y él accedió como autómata. Al incorporarse volvió a tener el espejo frente a sí y no vio a Joe. ¿Dónde estaba?.

El sonido del agua corriendo en el baño le sugirió que Joe había entrado en él. Darío tomó las tijeras e intentó emparejar el corte en el costado derecho de su cuello, cerca de la oreja y tuvo miedo. Otra vez el filo de metal entraba en contacto con su piel tensionándolo. El peluquero no parecía percibir este malestar que iba creciendo a medida que las experiencias con el filo se repetían. El agua del baño seguía corriendo y Joe no salía. Le pareció mucho tiempo, quizás estaba atrapado, se sentía descompuesto, aunque su apariencia no apoyaba esa teoría. Después de todo no podía saberse, de alguien extranjero, no podía saberse, el lenguaje cargaba con todo, y la ausencia de él se lo llevaba sin remedio, desdibujándolo.

La idea era absurda, pensada, en la soledad de su mente, crecía irreal, como la punta de la tijera que se acercaba acechándolo, amenazante hacia la otra oreja. Soltó un pequeño grito, y Darío se disculpó. Su cuerpo había saltado de la silla, alejándose de las tijeras, y notó que una gota pequeña de sangre corría por su cuello hasta la camisa. La gota se estrellaba. La tela la absorbía, expandiéndola chata y ovalada, y al mirar el espejo estaba Joe empapado, camisa, pantalones y cabellos, chorreando mirando una revista de hípica.

martes, 22 de marzo de 2011

EL DISCURSO DEL REY: vestirse de palabras para representar el ser



La película El discurso del Rey es una obra que bien vale la pena si se quiere disfrutar de un gran reparto y de la sutileza de la actución de Colin Firth। En su punto, como todo lo bueno de la vida, llena la copa de un vino añejo, y nos entrega el color exacto, la textura y el cuerpo del rey George VI.

Tom Hooper realiza una magnífica composición dirigiendo una película que coquetea con la anécdota pero que se hace grande por su inteligente visión del guión। Tom ve al rey, ve al ser humano detrás de la investidura y nos brinda el back stage de la realeza británica. Como si pudiéramos estar sentados en el diván mientras el rey se psicoanaliza, somos cómplices, testigos directos de lo que sufre el personaje al enfrentar a una sociedad que le pide un modelo estricto, un deber ser despojado de su invidualismo. Sin embargo, George, tiene en su interior al monarca intacto, su sentido del deber, su amor por la tarea a realizar lo hacen mucho más rey que su hermano que con toda lógica dramática e histórica abdica al trono.

Colin Firth encarna a un hombre temeroso, o mejor dicho, a un hombre que revela al niño que fue y del que no se puede desprender. Su médico, con métodos poco ortodoxos, lo libera dándole algo más que una cura: un vínculo. El mejor de los antídotos para un tartamudo de emociones, inseguro de lo que es, golpeado en su autoestima desde muy pequeño por los modelos más fuertes y fundacionales que tenía, su padre y su hermano. El vínculo que le brinda su médico le devuelve el hombre que es y quizás por eso llega a ser el rey que debe ser. Porque para vestirse de algo grande hay que llenar con un ser inmenso los trajes primero.

Hooper nos muestra con maestría y elegancia( las escenas y los decorados tienen todos una construcción equilibrada), cómo rescatando al hombre se construye una nación. La palabra, arma crucial en el drama que se plantea en el film, es la que determina quiénes somos, nuestro poder. Saber decir a los otros es saber guiar, estar lleno de poder y dar seguridad. El rey debe enfrentar el hecho de que el poder es mediático y en la radio se hace verdadl su reinado. Ya no es la palabra escrita la que manda, sino la palabra viva, saliendo la garganta del personaje la que tiene presencia, la que dice lo correcto, lo que se espera.

El personaje de su mujer me llenó de ternura. Es la figura femenina la única que muestra que el rey George es alguien que vale la pena aún cuando todavía ni siquiera él cree en sí mismo. Ella lo acompaña y padece sus temores de la peor forma, como su amiga-amante. Ella sabe reírse de sí misma, y aunque no se atrevería a reírse de su marido por miedo a destruirlo, le muestra su apoyo incondicional y desinteresado.

Inglaterra, famosa entre otras cosas por sus protocolos estrictos, su té de las cinco de la tarde en punto, su etiqueta, sus clubes de hombres, y tantas otras cosas ligadas a la formalidad más conservadora, tiene un rey tartamudo. Y me pregunto, ¿un rey se hace o se nace?, ¿un tartamudo se hace o se nace?. La película parece decir que somos sólo aquellos que deseamos ser, luchando siempre contra lo que nos dicen que seamos, que fuimos, que seremos. Pero somos auténticamente lo que dicen aquellos que nos aman que somos. Somos mucho más en esos espacios que en los otros sumados.

George VI reinó tal y como estaba previsto, con las formalidades que se le requirieron en su momento, y con algo más sólido que una herencia, un mandato: un vínculo sincero. Un amigo. El únco capaz de decirle lo peor de sí mismo, aguantar que el reflejo devuelva con dolor palabras hirientes, temiendo perder en cada instante el lazo que los une, arriesgando todo con tal de sacar al otro de la oscuridad y el temor en el que vive. El rey habló finalmente en la radio, dijo su discurso con dificultad pero logró superarse, mostrarle a los súbditos que podían confiar en su palabra que firme y constante los acompañaría como el peso de un ejército, como la fuerza de un imperio entero que no podría titubear, sin tartamudeos morales, sin tartamudeos económicos, guiándolos hasta la victoria.

Hoope me emocionó por rescatar al hombre de esos ropajes pesados y mostrármelo vulnerable, amado, subestimado, lleno de miedos, y siempre, más humano que inglés, más humano que rey, más humano que gobernante. Curándose, no es mejor rey, es simplemente él que es lo más complejo que alguien pueda lograr.

martes, 8 de marzo de 2011

Mujeres de mi vida

Las mujeres de mi vida son tantas y me han dado tanto que me hace falta otra vida entera para devolverles todo lo de ésta. He aprendido de todas ellas, me han acompañado de la mejor forma, tomándome de la mano, como necesito, y alumbrándome el camino con paciencia. He llorado con ellas, he confiado hasta el más íntimo secreto y siempre me han devuelto la confianza, fortaleciéndome en donde más necesito.


Las madres, las abuelas, las amigas, las jefas, las independientes, las alternativas, las clásicas, las que todas somos un poco adentro, me han dibujado como soy.


Dicen que las mujeres somos difíciles, que no nos conforma nada, que nunca se sabe bien cómo tratar a una mujer. No estoy de acuerdo. Sólo hace falta tomarse un poco de tiempo, prestar atención, ellas lo dicen todo, de mil maneras, indican lo que necesitan, palpitan en lo que son, y si nos acercamos con sinceridad y humildad, esa entrega no tarda en llegar.


Es cierto que ser mujer facilita todo este proceso para mí, lo entiendo. Conozco mucho mejor al mundo femenino que al masculino, claro está. Pero quisiera destruir ese mito que sólo nos aleja como géneros y no tiene mucho sentido al final de la historia de la especie. Y como alguien me enseñó una vez, si no contribuye, si no construye hay que repensarlo, redefinirlo y al final incorporarlo al camino positivamente.


Nosotras las mujeres, vivimos un interior lleno de contradicciones complicadas de equilibrar, junto con las hormonas que nos hacen seres bellos, vamos armando una masa rica en sabores y colores. Muchas veces esa masa nos atrapa, necesitamos de manos comprensivas y tiernas que sepan sacar de nosotras lo mejor que tenemos, porque lo tenemos y de eso no tengo dudas.

Nos piden belleza, juventud, nos encorsetan en clichés que nos pesan durante toda la vida y saben qué?, eso hace que todo este proceso de florecer y desarrollarnos se haga más pesado. Nos hace pensar más de lo debido, cosa a la que tenenos ya una tendencia natural por género, y nos quita nuestro brillo interior, esa identidad que tenemos todas las mujeres. Nos perdemos. Y quizás sea por este proceso que nos han colocado el cartelito de complicadas. Seguramente muchos hombres han conocido a muchas mujeres atrapadas en su propia masa de belleza y talento, todas manchadas, embarradas en sus pensamientos que nos la dejan ser y quizás por eso han pensado que era una tarea imposible relacionarse con ellas.

Yo les digo, tómense un poco más de tiempo, perspectiva, miren detrás de esa masa, tallen la Venus de su interior. Yo lo he probado con muchas de ellas y he encontrado obras de arte que no vi en ningún museo, y les aseguro que he visto muchos museos en mi vida. Mujeres altas, bajas, delgadas y gorditas, llenas de enormes músculos de talento, fuerza vital para enfrentar lo que vendrá con coraje y esa mirada detallada, captando todo lo que importa, guardando un trozo de cada experiencia para después. Las mujeres de la memoria interminable, que no sólo sirve para reproches, las mujeres de bondad infinita, que no son sólo mujeres de ONG, están en todas partes, todo el tiempo.

El cuerpo nos pide muchas cosas, y a las mujeres nos habla el cuerpo, la sociedad, las otras mujeres, tantas voces imposibles de acallar. Nos han lanzado a la empresa imposible de trascender las dimensiones y superar al tiempo. Si los hombres pensaran lo difícil de esta tarea entenderían un poco cómo se siente ser mujer en estos tiempos. No creo que seamos víctimas, soy feliz por ser mujer y sé que las mujeres de mi vida dirían lo mismo, pero es importante dejar claro que nuestra tarea pesa tanto como los imposibles a los que nos exponen.

Nos han pedido talento, y hemos dado talento. Nos han dado espacios acotados para desarrollar y exponer ese talento a lo largo de la historia y poco a poco fuimos ganando terreno. Me siento orgullosa de nosotras por lo que somos capaces de superar y a lo que somos capaces de sobreponernos. Somos mujeres y guerreras, somos objetos de deseo y madres y tenemos que compaginar todas esas identidades que a veces se llevan un poco mal cuando se rejuntan a la vez. ¡Con qué pocos recursos tenemos que lograr nuestra meta!.

Y aunque no debería hacer esto, quiero hacerlo, ejerzo mi derecho a la expresión, la palabra que ha sido un terrero masculino por años, la palabra que como una espada no podía ser empuñada por una mujer sin ser criticada y apartada. Sucede que soy una mujer de mi época, con todo lo que eso significa, y me cansé de los esquemas que simplifican todo y dicen que hay cosas de hombres y cosas de mujeres. Hay cosas, gente, son sólo cosas y cada cual le imprime su sello personal y único de género. Hagamos espacio en la mente para que nuevas ideas entren y crezcamos, ordenemos diferente este lugar en donde convivimos hombres y mujeres. Nos necesitamos, nos gustamos, deseamos y seguirá siendo así por siempre. No entremos en luchas y carreras que nos desmarquen de lo que somos.

Pasamos más tiempo entablando diferencias que buscando los puntos en común. Ese principio me parece errado para dos géneros que al final sólo quieren relacionarse y darse felicidad mutua. Centrémonos en todo aquello que nos une, por similitud o diferencia, centrémonos en todo aquello que es de la forma en que tiene que ser para que podamos ser. Dejemos de pelear y discutir con todo aquello que nos define. Es hora de mirarnos al espejo juntos, vernos bellos, y cuidarnos, alentándonos, complementándonos.

Mujeres que entenderán esta nota, mujeres que se identificarán con mis palabras, gracias!. Mujeres que me han enseñado a construir mi propia mujer y a sentirme feliz en un mundo que me dijo muchas veces no a lo que mi cuerpo de mujer me pide. Gracias, amigas mujeres por dejarme ser totalmente y libremente como soy. Lo necesitaba, lo necesito y me emociona.

Mujeres de mi vida, feliz día. No por ser el día de la mujer, sino como deseo de felicidad para todas ustedes. Bellos exponentes de mi género, hermosas damas, las tomo de las manos a todas con esta nota, las abrazo, las miro a los ojos y les devuelvo esa confianza que han depositado en mí. Mis palabras, llenas de curvas, dibujan un perfil en donde me reconozco. Tomen ahora su lápiz o lapicera y dibujen en su mente su perfil, su fórmula para ser felices y atrévanse.

Sea cual sea su destino, mi destino será un poco el de todas ustedes. ¡Somos mujeres!.

martes, 8 de febrero de 2011

NOSOTROS, LOS ESCRITORES


De pronto surge natural y fluída esta nota. Hemos elegido, los escritores entre los que me incluyo, la tarea imposible y aún así somos felices. Qué raros somos nosotros, amigos escritores. Qué tipos extraños a la vista de los demás si tomamos en cuenta que sólo dependemos de palabras, esas cositas irreales que construyen ficción con una facilidad suprema quizás por ser ficciones en sí mismas. Elegimos representar el alma, estados de pensamiento, todas las texturas y tonos con un ritmo y armonía sostenido en las palabras.


Los escritores nacemos escritores sin saberlo hasta que un día cuando se nos revela ya somos del todo escritores, completos y consumados. Luego, transitamos universidades, o talleres literarios o somos autodidactas, pero ya éramos escritores y sólo eso para siempre.


Poetas, narradores, todos somos escritores y amantes del alma al final. Idealistas. En el fondo hay algo de ingenua creencia en que podemos plasmar eso imposible, construir esa mentira bella sosteniendo un sueño fantástico. Queremos decir sobre todas las cosas. Decir! que es lo contrario a callar!. Necesitamos transmitir eso que nos pasa, o que nos dicen que pasan las experiencias, la observación, la reflexión. Estamos sujetos para siempre al punto de vista, a la mirada detallada y sensible del mundo para luego buscar palabras, en todos los idiomas, y armar un discurso.


Los escritores tenemos eso incomprensible para tantos de los detalles extraños que podemos recordar, esa actitud un tanto atemorizante para otros de quedarnos con las anécdotas armando álbumes interminables. Escuchamos con una antención singular, descubrimos ritmo, tono y aristas del personaje cuando alguien habla. Miramos a cualquiera en la calle y lo transformamos en personaje principal o secundario, y le ponemos una vida que desconocemos, armamos el mapa entero con una sola calle.


La palabra es una amante ciclotímica que se entrega con facilidad o se hace rogar, que se vuelve áspera y ajena cuando más la necesitamos y luego nos abraza con la mayor pasión posible en el momento inesperado. Y nosotros, escritores y poetas, estamos ahí, a pesar de sus desconciertos, esperándola. Tolerando todo tipo de vaivenes con tal de tenerla.


Cuando tenía diez años ya escribía algunas cosas. Adoraba leer, pasión que debo entera a mi padre y que jamás lograré agradecer del todo. Leer me daba paz, diversión, desafíos mentales y liberaba mi imaginación que siempre fue frondosa y desalineada. He imaginado los barcos más temibles leyendo El corsario negro, y la gente más desagradable leyendo Mientras agonizo, la sensualidad extranjera cuando tuve por primera vez en mis manos un libro de Kundera y los laberintos fantásticos de mi Buenos Aires con Borges. Podría estar horas buscando paraísos mentales que cada escritor me regaló a lo largo de mi vida. Paraísos que leídos fueron perfectos y que luego me devolvieron aún más ganas de palabras y de escribir a su vez.


Las palabras lo son todo para nosotros los escritores. Sin ellas no podríamos decir eso que no se puede tocar. Supongo, y sólo lo digo por intuición ya que no tengo conocimiento en otras artes en este sentido, que al final los artistas elegimos diferentes medios para expresar el alma. Nosotros nos valemos de palabras, y como hace un músico con su instrumento, tocamos palabras en la mente, y suenan, arman sonidos que se aproximan a eso que queremos decir y trascendemos en ese acto.


No creo que pudiera elegir escribir, es algo dado, mi destino. Por más silencio escrito que un escritor se imponga por diferentes razones hay una verdad irrefutable que ahora quiero revelar: siguen sucediéndose las palabras, reprimidas o almacenadas en la mente, resonando adentro como cuando una canción no deja de acosarnos y la tenemos instalada en la cabeza.


Yo elijo a la palabra, acepto mi destino, tomo la pluma, la apoyo suavemente en la hoja en blanco y comienzo a quitarme la ropa lentamente porque es un acto de entrega al que no puedo decir que no, puedo negarlo pero no evitarlo, y dejándome amar por las infinitas palabras me construyo entera y definitiva. Soy esta que escribe lo que siente, lo que piensa, lo que ve, lo que cree, lo que crea, lo posible y lo imposible escribiéndose todo el tiempo, eligiendo más y más palabras para decir y no callar. Todo eso. Nada más. Soy escritora.

domingo, 6 de febrero de 2011

Arthur Miller: Todos eran mis hijos


Arthur nos tiene acostumbrados a la mirada aguda en materia de temas sociales. Todos eran mis hijos nos coloca una vez más dentro de ese prisma milleriano en donde el problema inicial es la punta de un iceberg. Joe hizo negocios durante la guerra, ganó dinero y posición social a costa del fraude y la muerte. Una vez que llegamos al conflicto verdadero sabemos que no habrá vuelta atrás. Los muertos en la guerra han pagado con sus vidas la fortuna de Joe y su familia. Qué futuro podrán tener aquellos que viven una vida prestada sustentada en la muerte de otros?.

La sociedad americana dice que somos lo que tenemos y cuando lo que tenemos se funda en la muerte de otros somos eso, y nada más. El conocimiento pesa mucho más que cualquier espada sobre la nuca, afilado y letal conduce a un desenlace inevitable: suicidio de Joe.

Los personajes son perfectos en la línea de Miller, delicadamente perfilados, sean principales o secundarios, acompañanan el argumento sustentando la idea de que la hipocresía ha invadido por completo esa sociedad enferma en donde el ser se ha perdido.

Las mujeres, como suele hacer el dramaturgo, son elementos vitales a lo largo de la trama, la esposa de Joe sostiene el peso del drama porque esconde la verdad y es el pilar fundamental de esa construcción sucia que han llevado adelante como familia. Abnegada, apoya a su marido en la empresa más cruel y carga con el peso de la responsabilidad con más frialdad que el propio Joe. Miller nos dice que alguien debe morir y así sucede con Joe y alguien debe vivir y dejar huella de lo sucedido, y lo hace con la esposa de Joe.

La justicia poética de Miller parecería dejar la situación equilibrada, repartiendo culpas y purgando la corrupción.

Los soldados que mueren en la guerra para sostener esa vida norteamericana pesan sobre todos los que permanecen vivos en sus hogares y pesan aún más en el hogar de Joe ya que su empresa ha vendido piezas para aviones averiadas a sabiendas. Joe ha perdido un hijo en la guerra, Larry, que se ha matado sabiendo que su padre había estado involucrado en la venta fraudulenta. Entonces, Joe comprende al leer la carta que revela la ex novia de su hijo suicida, que ha matado a su hijo por no asumir que todos los soldados de esa guerra eran sus hijos. Miller llama la atención de la población haciendo que todos reflexionen sobre las vidas de los que los representan en pos de un discurso político que asegura que esos conflictos bélicos son necesarios para preservar a la sociedad y su reproducción.

Miller da una vuelta de tuerca e indica algo muy violento que el enemigo está en casa. Los asesinos de esos soldados no son sólo los extranjeros contra los cuales luchan, sino el poder económico de una clase social en ascenso que se sube sobre sus cadáveres para seguir y construir.

La puesta que está actualmente en cartel en el Teatro Apolo, con Lito Cruz a la cabeza, es prolija y armónica. Respeta a Miller de principio a fin. Lo que sentí ayer al verla será inolvidable. Una vez más ha podido conmigo Arthur haciéndome pensar y crecer, ser mejor.Pero luego de ver la obra todo tipo de pragmatismo fundamentalista queda descartado para mi vida en todo sentido, haciéndome responsable de mis acciones ya que tenemos pactos sociales y lo que decida repercutirá en otros a su vez.

La experiencia Miller nos hace otros para siempre.

miércoles, 26 de enero de 2011

Arroz amargo: la fortaleza de una idea es la clave femenina más definida


Vi Arroz amargo esta semana. Había comprado la película durante los años vividos en Madrid como parte de una ilusión de tener algún día la videoteca más completa. Y este film del director de Santis me dejó sorprendida. El neorrealismo italiano era muchas cosas para mí pero nunca trasgresión. No por lo menos como lo vi en Arroz amargo. Tiene ese concepto delgado y firme a la vez de que la mujer encierra algunos de los secretos más vitales. El deseo, la ambición, la bondad, el perdón, la crueldad están todos en los personajes femeninos del film. Los hombres parecen acompañar a esas inmensas mujeres (al ver a Silvana se hace literal) que parecen acaparar la raza humana toda ella bajo sus pieles, desbordante.



El amor es una historia compleja en de Santis. El amor es esa imagen que tenemos de nosotros mismos que deseamos encontrar en otros. Silvana, rústica ha soñado con una mujer que puede ser diferente a la que con los pies metidos en el agua cosecha con sus manos el arroz de otros. Ella quiere una vida con emociones alejada del mundo gris de la Italia de post guerra. Cree que la aventura está esperándola, y corre hacia a ella sin dudar. Gassman que hace el papel de chico malo está delineado perfectamente, cuidadosamente en cada movimiento. Un hombre de dudosa moral, sin mayores talentos que la seducción, encuentra en la cámara del director momentos dignos de collage. Tiene primeros planos impecables, expresiones y movimientos absolutamente verosímiles. El cine tiene ese don de hacernos ver una historia, la literatura nos hace ver de otra forma. El cine pauta un poco más pero no tanto. Y de Santis nos regala la mirada más erótica de este reparto de actores que estando en su mejor momento nos llena de fantasía.



Erotismo moderno lleno de imágenes inpensadas: mujeres luchando en el barro, ropa mojada por la lluvia, mujeres desvitiéndose despreocupadamente, hablando sobre hombres, disparando pistolas ajenas, dialogando hasta la más estrecha intimidad, todo eso es un conjunto explosivo que de Santis no duda en exponer y que dejará huella en nuestra memoria.



Literal y simbólico, maneja un discurso sexual permanente. Y los hombres, tanto el sargento como el bandido, son objetos de deseo permanente. Una podría pensar mirando el reparto que esta película es un fetiche asegurado de cualquier hombre que se precie, y sin embargo es una película pensada para mujeres. Quizás no las mujeres que la vieron por primera vez en 1949. Quizás esas no estaban del todo preparadas para disfrutar de este film en su totalidad, pero sí las mujeres de 2011. Nosotras al verla encontramos belleza y fuerza al mismo tiempo. Decisión y pasión y sabemos que no son sólo atributos masculinos, sino que podemos identificarnos en ellas sin dudar.



El humor es otro rasgo de trasgresión a lo largo de la película. Aunque en el cine italiano estamos acostumbrados a ver en medio de un drama un momento gracioso que convive a la perfección, en este film, de Santis pone en la música y el canto la forma de sacar afuera los demonios con un toque especial de comicidad. Qué terapeútico el fin del canto!. Podemos decirnos de todo pero cantando. Y eso hacen las cosechadoras de arroz mientras trabajan. Exorcisan sus demonios húmedas por el agua del arrozal, con ropas medio rotas, escasas, y cabellos revueltos, mostrando su rusticidad que las conecta a la tierra, a la fertilidad, a lo más primitivo y sexual.



Silvana es carne, erotismo, fuerza y lo más importante de todo, una idea. La idea que tiene de ella misma, que siempre como nos pasa a todos, se aleja un poco bastante de lo que somos. Se debate entre la mujer que es, con ciertos valores y la que desea ser, dejando de lado muchos de esos valores. La emoción pesa por momentos más que la consciencia. Se pierde, y nosotros como espectadores queremos que se pierda. Se vuelve más erótica, más brutal, y de Santis nos regala un personaje de carne y hueso, palpable.



No me identifiqué con sus debates, no creo en que cualquier fin justifica cualquier acto. Pero sí me identifico con la idea de que la búsqueda más importante de la vida es la de la propia felicidad, que te devuelve en el espejo esa imagen acertada de lo que queremos ser.



La fotografía es deliciosa, la escenografía perfecta y el vestuario el canal para que estos cuerpos llenos de deseos se expresen. Arroz amargo es violenta en su definición y corta como un cuchillo afilado ese costado cómodo que tenemos muchas veces desarrollado en esta vida moderna.