patito

viernes, 1 de julio de 2011

Nuestra vida

Con desproporción evidente, habíamos combatido todo tipo de tormentas más o menos inventadas. Con la misma desproporción o desmesura, como diría Irene, habíamos sorteado caminos aparentemente peligrosos aunque no fuera más que una idea de peligro.

La posibilidad del daño, el daño propio, el daño que puede sufrir el otro amado, era nuestra única preocupación. Los demás permanecían callados, expectantes, como si nuestra vida, la de Irene y la mía, fueran parte de un espectáculo de azar, como de esos shows de magos extranjeros que hacen trucos increíbles.

Teníamos una casa en las afueras, tal como habíamos siempre querido, la casa de la montaña, cerca del pueblo de Irene, tal y como ella siempre había querido y un coche de colección como siempre había deseado. Teníamos nuestra vida. Los demás permanecían callados, vaya a saber por qué, pero lo hacían. Hubo un tiempo, confieso con cierta vergüenza, en que pasaba todas las noches antes de cerrar los ojos pensando por qué los demás callados nos hacían sentir diferentes, por qué nos juzgaban sin darnos tregua. Cuando el procedimiento había comenzado a obsesionarme se lo comenté a Irene y rápidamente ella me ayudó a dejarlo ir.

-No te aflijas, amor. Los demás siempre estarán en desacuerdo con lo que hagas, hagas lo que hagas. ¿Para qué mortificarte así por gente que no te conoce?

Todavía recuerdo la sensación de alivio inmediato. Como si alguien hubiera venido corriendo a toda velocidad hasta mí retirando con sumo cuidado piedras enormes y dejándome salir del hueco. Esa noche dormí mejor que en mucho tiempo, sin embargo Irene, por una extraña causa que todavía no logro entender comenzó el procedimiento opuesto y se volvió una adicta a las pastillas de dormir. Me preocupó tanto su estado que acudí a consultar a varios especialistas con ella y leí todo tipo de bibliografía sobre el tema. Aparentemente, Irene no tenía nada físico o biológico que pudiera causar el mal. Me dolía verla adormecida en todos lados y a toda hora. Me daba miedo que condujera en ese estado de semi vigilia permanente. Irene, obediente, accedió y sin remedio tomaba las pastillas para dormir cada noche. Me intrigaba saber qué hacía cuando en medio del silencio nocturno se desvelaba, pero nunca le pregunté por miedo a que hablar de su desvelo le causara más problemas. Ella solía tener los ojos abiertos cuando sonaba el despertador. La miraba unos segundos, su belleza intacta, su cabello perfectamente peinado, el camisón sin arrugas, y preparaba el café.

Los Smith Suárez nos invitaron a su fiesta de aniversario en la casa del campo. Irene estaba ilusionada preparando su vestido y planificando su maquillaje y peinado. Yo era feliz viéndola tan animada. Esa noche lucía radiante, me pareció revelarla, como si fuera un negativo pequeño que se abría en colores a una vista panorámica espectacular. Lustré el coche y le cambié el sobrecito del ambientador para que ella al entrar no perdiera encanto. Habíamos comprado un jarrón chino en una casa de decoración del centro. Irene hablaba del jarrón como nunca la había escuchado hablar de nada antes. Pensé que si ella podía ser tan feliz a pesar de su problema, no tenía que preocuparme más.

En la fiesta, los homenajeados estaban rodeados de amigos, divorciados o de parejas amargadas que hacían que ellos destacaran aún más. Sus sonrisas eran absolutamente de postal. Recortables, e imaginé cómo las otras parejas esa noche tomaban unas tijeras filosas y se intentaban llevar parte de ese botín. Irene me acercó una copa de vino tinto y lo saboreé con placer. Me besó en los labios, me apretó junto a ella y me dijo que me amaba. A los Smith Suárez les encantó el jarrón chino y se pasaron toda la noche haciendo comentarios halagüeños acerca de nuestro regalo. Irene no se separó de mí en toda la noche, me sentía pletórico, completo. De vuelta a casa, Irene estaba callada, adormecida. Abría y cerraba los ojos intermitentemente como una luz de giro, como la llama basculante de una vela. Sentía ternura por su cansancio mientras me concentraba en la carretera que estaba húmeda por la brisa de la noche. Los coches iban a velocidad, en dirección contraria, y llegando al portal, miré a Irene dormir profundamente, resoplando levemente, elevando y descendiendo su diafragma con delicadeza automática. Aparqué el coche en el garaje y con el mayor cuidado le toqué el brazo queriendo despertarla. Irene no respondía. Lo intenté nuevamente. Seguía durmiendo. La sacudí apenas y ella no reaccionó. Acerqué mi cara a su boca y sentí su respiración tibia, la temperatura de su cuerpo adormecido y me quedé en el coche, esperando a que despertara.

Patricia Bustelo
Junio 2011

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