patito

jueves, 24 de marzo de 2011

Supermercado

La china sentada frente a la caja registradora era una estatua de china con caja registradora. De piedra oscura, brillaba encandilada y devolvía su imagen caleidoscópica a los vidrios del local. La verdulería de los peruanos, dentro del supermercado, tenía toda la frescura del lugar, reunía la sombra, la soledad y todo aquello a lo que uno no puede asomarse sin tener un poco de miedo. Las verduras y las frutas acomodadas en sus cajones imitaban pequeños ataúdes.
Entré pensando en dos o tres productos, contando mentalmente el dinero que traía desparramado en la cartera. De pronto, me di cuenta de que tenía muchas monedas de un peso y me alegré. Eso podía ayudar. Las paredes del supermercado estaban empapeladas de afiches de diferentes marcas, algunos medio caídos, mirándolos daban pena. Llegando al fondo, donde la china joven cortaba el fiambre, tuve ganas de vomitar. Algo en el ambiente, un olor penetrante, indescriptible llegó hasta mí golpeándome. Traté de pensar en cosas bellas, método que había aprendido de pequeña, inducida por mi madre, y que con una falsa aceptación apliqué para evitar sentirme tan des localizada.
Antes de que pudiera recomponerme del todo, la china joven, me escrutó con la mirada hasta que no me quedó otra opción que pedir los doscientos gramos de jamón cocido y los trescientos de queso de máquina. Lo dije sin pensar. No necesitaba comprar eso. ¿Por qué lo había pedido, entonces? Ya estaba hecho. Corregirme era imposible y entonces sólo me quedaba recontar mentalmente lo que me quedaba de dinero para poder comprar esos tres productos que sí necesitaba y que me había llevado hasta allí.
Busqué con la mirada la góndola de las galletitas, mientras la china joven no paraba de cortar en láminas casi transparentes el jamón. Repensé el menú de esa noche. Teniendo el fiambre que no necesitaba ahora necesitaba una tapa de tarta para usarlo. Y alimentando la serie de acciones innecesarias busqué, girando el cuello, las heladeras donde las tapas de tartas solían estar. Ni siquiera tenía ganas de comer eso, pero el destino dentro del supermercado se había pronunciado.
Pensé que había pasado toda una vida buscando señales del destino, hechos que en la apariencia fueran insignificantes pero que luego en un recuento inteligente y simbólico se resignificaran dando respuestas a mis preguntas. No podía decir, con sinceridad absoluta, que lo había encontrado pero ese momento frente a la china joven se parecía mucho a esos esperados vaticinios encubiertos. La china joven era la pitonisa y yo un Edipo, sin acertijo, estaba más desnuda que nunca. Miré hacia abajo, había salido con pantuflas, con un vestido de flores pero con pantuflas. ¿Era eso una señal? Los afiches medio caídos y las pantuflas armaban un rompecabezas surrealista, onírico. El olor venía a bocanadas. No quería abrir la boca. Como cuando era pequeña, el mismo procedimiento irracional cuando un olor desagradable invadía el ambiente, como evitando tragarlo, fijarlo adentro, muy adentro, con temor y ansiedad. Apreté los dientes. La china joven pesó el jamón y el queso. Anotó con una lapicera azul el precio y abrochó el papel del envoltorio, cerrándolo, entregándome el contenido con automatismo. Yo incliné la cabeza, como agradeciendo o como escapándome, sin abrir la boca, fantaseando con la idea de que podía taparme los oídos para que el olor no osara entrar por las orejas, no pudiera hallar caminos hasta mí. Un hombre con un carrito me empujó sin darse cuenta y me pidió disculpas, yo seguía apretando los dientes, caminando rápido, quizás con torpeza, comenzaba a pensar, hasta la caja registradora.

La china de la caja registradora cobró vida al verme llegar hasta ella. Miró el precio escrito en el envoltorio de fiambre y lo tecleó en la máquina. Saqué algunos billetes enrollados, y algunas monedas y me fui sin pedirle la bolsa. Rocé con mis pantuflas el cajón de zapallitos, erizando mi piel por el escalofrío inesperado, y doblé en la esquina sin detenerme a pensar que llevaba el fiambre y me había dejado las tapas de tarta. Abrí la boca. Respiré y pensé que eso era un verdadero símbolo del destino. Fuera del supermercado lo inevitable era real.

Patricia Bustelo-Marzo2011

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