La polilla había entrado en su apartamento en algún momento de la mañana. La tenía encerrada en su habitación. No se atrevía a entrar. El miedo repugnante le causaba estupor, inmovilizándola. Circunscripta, con la puerta cerrada, no llegaba a olvidarla. Desayunó, se dio una ducha siempre mirando de reojo a la puerta de la habitación. Aparentemente a salvo. Dejándolo para después.
Por la noche no tuvo alternativas. Parada frente a la puerta sintió el sudor helado recorrer su nuca. Apoyó la mano en el picaporte, temblando. Decidió. Bajó por el ascensor con un bolso y algunas prendas que habían quedado en el lavadero, arrugadas. Disfraces de su temor.
Nunca más volvió.
Patricia Bustelo-Abril 2011
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