patito

viernes, 2 de septiembre de 2011

Porcelana

Habíamos decidido separarnos la semana anterior durante una conversación amistosa que me dejó sorprendida. Después, tomamos café, cerrando la negociación y fuimos a la cama a dormir.

La semana había transcurrido normalmente a pesar de cualquier predicción. Me despertaba por las noches, leía un rato y luego volvía a la cama, como llevaba haciendo hacía dos meses. Pedro llenaba sus horas en el trabajo y visitando a un amigo en el hospital que había tenido un accidente de coche la noche en que conversamos sobre nuestra separación. Yo me concentraba en ese relato que no podía cerrar, como si tuviera una maldición y quedara fantasmalmente vagando como un relato errante al que hay que darle justicia para que descanse en paz. Mientras intentaba pegar el aza de una taza de porcelana, pensaba en los personajes y en cómo lograr que tuvieran un final entre lo extraño y lo raro pero sin que pareciera forzado. Había intentado cinco desenlaces posibles y todos resultaban ajenos, recortados como en un collage y pegados imperativamente sin cuidado. Cansada ya de tantos intentos, dejé la taza un momento sobre la mesa, y borré todos los archivos con las diferentes versiones. En la pantalla del ordenador, dejé el relato abierto, sin final. Lo miraba con decepción. Los dedos de las manos inmóviles frente al teclado comenzaron a ponerse fríos.

Tomé la taza entre mis manos y continué tratando de pegar el aza evitando que quedara marca visible. No sé por qué intentaba esas cosas si sabía que no era buena ni esforzándome al máximo. Pedro se encargaba de esos temas y siempre había sido así. Pero movida por algún sentimiento extraño, quizás olvidando por un momento quién era, había asumido la tarea con total naturalidad como si siempre hubiera sido la experta de los dos para esas tareas. Dejé la taza secándose y la miré. Tenía unas florecitas rosadas dispersas y dos colibríes medios despintados ya por el uso. Era de esos objetos que uno lleva consigo mudanza tras mudanza y no logra identificar cómo había llegado hasta nuestras manos. Llamé a mi madre. Sentí que había atendido el teléfono un tanto molesta, como si hubiera interrumpido algo importante con mi llamado. Le pregunté por la taza, ella no la recordaba. Insistí. Ella me aseguró que no era de mi familia, ni de la abuela, ni de ella. Le volví a preguntar, necesitaba que hiciera memoria. Ella descartó que fuera incluso de la familia paterna ya que ellos nunca habían tenido demasiados objetos y mucho menos de porcelana. Cuando iba a preguntarle por mi padre, se adelantó y dijo en un tono apresurado que tenía la comida en el fuego y que tenía que dejarme. Que luego hablaríamos, si me encontraba en casa por la tarde. No le dije nada y la saludé con suavidad, aunque por la tarde no estaría, no tenía sentido aclarárselo. Di vuelta la taza con cuidado para no despegar el aza recién encolado. Decía en letra cursiva, como escrito a mano: Made in y la letra se volvía borrosa y no se leía nada más. El círculo que encerraba la frase incompleta estaba oscurecido por el uso, de tanto apoyarla, la porcelana se había desgastado en el borde fino que dibujaba la circunferencia.

Por la noche, Pedro, me contó los pormenores del estado de salud de su amigo. Al parecer, en el hospital lo estaban tratando muy bien y estaba contento porque sabía que su amigo estaba en buenas manos. Lo noté cansado, aunque no se quejara ni una vez, ni siquiera bostezara, tenía los ojos caídos, y parecían achicársele por momentos. Noté que llevaba puesto un sweater verde que no le conocía. Me sorprendió pero no le pregunté. De pronto, dejó los cubiertos apoyados en el borde del plato y tomó con su mano la taza de porcelana que estaba en el extremo opuesto de la mesa, secándose desde la mañana. La miró con detenimiento, hizo una mueca que yo interpreté como de desaprobación y la dejó en su sitio. Retomó el relato y me comentó a cerca de la buena comida que le daban en el hospital y de la privacidad que tenía en la habitación que por la decoración y los detalles parecía de hotel. Al terminar la cena le propuse tomar un café. Me fui a la cocina, preparé media jarra y busqué dos tazas para servirlo.

El olor del café se esparcía envolviéndome, me gustaba escuchar a la cafetera trabajar, dejando caer el agua tintada de oscuro, liberando el aroma intenso del café en forma de vapor de café. Al cabo de unos minutos lo tenía servido y lo llevaba al salón donde estaba Pedro fumando uno de sus cigarrillos. Tomó un sorbo y noté el placer en su expresión. Me senté a su lado en el sillón, encogiendo las piernas para darme calor, tomando la taza entre las manos como si fuera un tazón de sopa caliente, y como si su cuerpo próximo, fuera un hogar encendido.

-Hoy llamé a mi mamá.
-¿Si? ¿Y qué te dijo?
-Nada, estaba preparando la comida y no era buen momento.

Terminó de fumar su cigarrillo y al apagarlo me besó en la frente. Luego bajó la mirada y sin decir nada caminó hacia la habitación.

Patricia Bustelo-Septiembre 2011

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