patito

jueves, 24 de marzo de 2011

Peluquería

Decididamente tenía que cortarse el pelo. No podía dejar pasar un día más y la realidad aplastante del flequillo cayendo sobre su frente lo recordaba en cada minuto.

Ya en la peluquería de la esquina, Darío le dijo que esperara mientras cortaba el pelo a un niño pequeño y malhumorado. Se sentó a espaldas de la silla donde el peluquero trabajosamente recortaba una nuca pequeña. Había revistas pero no quería enterarse de nada. Sopló para despejar el flequillo, y palpó sus bolsillos. No tenía cigarrillos. De todas formas, pensó, no podía fumar en el local. Al salir pasaría por un kiosco y compraría unos nobel.

El niño miraba el espejo resentido, con esa expresión de ira contenida que esconde un gran dolor. Le pareció extraño que su madre no estuviera allí esperándolo, mimándolo como solían hacer las madres en las peluquerías. Mirando el espejo adonde la cara del niño infeliz se reflejaba pudo entender su tristeza. Abandonado. Darío le hablaba de cuando en cuando para relajar al pequeño y el niño cambiada un poco la expresión en esos momentos, contestaba con voz baja pero mostrando mayor entusiasmo. Tenía muchas ganas de fumar, esperar condensaba el cúmulo de sensaciones por las cuales él fumaba, resumía perfectamente la función del cigarrillo en su vida.

La campanilla de la puerta sonó, y al abrirse dejando entrar el rayo de sol de la mañana una mujer de unos treinta años saludó a Darío. El niño cambió la cara, sonriendo, movía la cabeza alardeando de su nuevo corte que estaba casi terminado. La mujer se sentó a su lado, con sus pantalones azules y una camisa desabotonada que dejaba ver la puntilla de su ropa interior. Lo miró haciendo un ademán de saludo cordial, lleno de educación y formalidad más que de sentido. Pensó que esos momentos eran los ideales para encender un cigarrillo. No tenía.

De pronto el niño puso cara de espanto y Darío le pidió disculpas. Miró a la madre buscando purgar su culpa y el niño soltó un pequeño grito de dolor. La madre se puso de pie y tomó la mano del niño. Las tijeras son objetos peligrosos y a veces rozan la piel con su filo más de lo necesario. Desde su asiento no podía ver con claridad la magnitud del daño pero no parecía ser grave por la reacción de Darío y de su madre. Luego, con precisión de enfermero, Darío tomó una brocha de pelos blancos y se la pasó por la nuca y alrededor del cuello retirando pelos y acariciando su piel. El niño, ayudado por su madre, bajó de la silla y salió corriendo sin decir palabra. Su madre miró a Darío e hizo un comentario trivial acerca de los niños y sus reacciones y pagó con cambio que agradeció el peluquero con excesivo entusiasmo.
Sopló una vez más y despejó algunos pelos de la frente que le caían molestándole. Darío le pidió que pasara y se sentara en la silla. Se quitó el saco, lo colgó en un perchero que estaba pegado a la mesita con las revistas y se sentó . Darío lo miraba fijo, como hace un escultor frente a la piedra amorfa, viendo una realidad más allá de la roca deforme, y en su pelo algo más que un flequillo desparejo y largo cayendo por su frente y cejas. Le preguntó cómo lo quería y él simplemente dijo que quería recortarlo un poco pero manteniendo el mismo estilo de corte. Darío hizo una humorada acerca del estilo que parecía inexistente y le colocó una capa para proteger su ropa. Humedeció su cabello con un spray, peinó el flequillo hacia atrás, tomando sus cabellos entre sus dedos, midiéndolos, y volviéndolos a peinar. Tomó las tijeras y comenzó a cortar pequeños trocitos, escalonados, acercando el metal frío a su cuello, escalofriante.

Darío hizo un segundo comentario en tono gracioso acerca del tiempo que él pasaba sin ir a la peluquería y lo mal que hacía ya que el pelo perdía fuerza y vitalidad y a cierta edad de los hombres esos dos elementos eran casi sinónimos de su hombría. No le dio ganas de reírse, se hizo el introspectivo y no dijo nada, mirando sus zapatos, relajando el cuerpo como si estuviera muerto, imitando un estado mental cercano a la meditación profunda.

La puerta se abrió y Joe entró. El americano llevaba varios meses viviendo en el barrio, enamorado de una camarera del bar de la estación, a la que conoció no se sabe dónde ni cómo y que lo arrastró hasta Buenos Aires abruptamente. Cuando lo vió aparecer por la puerta pensó que estaba abducido, la camarera lo había abducido.
Joe hablaba muy mal el castellano, tartamudeaba más de lo que decía, y sus titubeos le daban tiempo para pensar la frase en Dios sabe qué idioma desconocido, y al resto a adivinar lo que quería decir. Darío casi no lo dejó articular palabra y le sugirió que se sentara a esperar su turno. Entendía más de lo que lograba expresar. Joe, a su manera, era un mudo en Buenos Aires. Lo vió a través del espejo, tomar una revista de hípica, mirar las fotos, pasar las páginas matando el tiempo. Luego palpó su pantalón como buscando algo y retomó el tour hípico concentrado en su tarea.
Darío le pidió que inclinara hacia atrás la cabeza y él se recostó dejando caer la nuca contra el respaldo del sillón. El contacto del cuero con su piel le dio gusto, dejaba un poco atrás la experiencia del filo de la tijera y su metal helado. Darío tomaba entre sus dedos el cabello, lo medía y cortaba, peinaba y comenzaba otra vez el procedimiento. Luego lo empujó suavemente como pidiéndole que se incorporara y él accedió como autómata. Al incorporarse volvió a tener el espejo frente a sí y no vio a Joe. ¿Dónde estaba?.

El sonido del agua corriendo en el baño le sugirió que Joe había entrado en él. Darío tomó las tijeras e intentó emparejar el corte en el costado derecho de su cuello, cerca de la oreja y tuvo miedo. Otra vez el filo de metal entraba en contacto con su piel tensionándolo. El peluquero no parecía percibir este malestar que iba creciendo a medida que las experiencias con el filo se repetían. El agua del baño seguía corriendo y Joe no salía. Le pareció mucho tiempo, quizás estaba atrapado, se sentía descompuesto, aunque su apariencia no apoyaba esa teoría. Después de todo no podía saberse, de alguien extranjero, no podía saberse, el lenguaje cargaba con todo, y la ausencia de él se lo llevaba sin remedio, desdibujándolo.

La idea era absurda, pensada, en la soledad de su mente, crecía irreal, como la punta de la tijera que se acercaba acechándolo, amenazante hacia la otra oreja. Soltó un pequeño grito, y Darío se disculpó. Su cuerpo había saltado de la silla, alejándose de las tijeras, y notó que una gota pequeña de sangre corría por su cuello hasta la camisa. La gota se estrellaba. La tela la absorbía, expandiéndola chata y ovalada, y al mirar el espejo estaba Joe empapado, camisa, pantalones y cabellos, chorreando mirando una revista de hípica.

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