patito

jueves, 4 de agosto de 2011

PIEL

“a Pedro Camacho personaje creador de ficción y disparador de nuevas historias”

Bajó la calefacción y abrió la ventana del salón. En camiseta de tirantes desayunó leyendo un artículo de la revista de arte que había comprado la tarde anterior. La mañana predecible se convirtió en un espacio irreal cuando la foto de Pedro Camacho, como si fuera un fantasma, se le apareció en la revista en la página principal. Sólo unos minutos después pudo pensar claramente. ¿Por qué incluirían una nota tan extensa sobre un escritor de dudosa reputación que tan mal había tratado a los argentinos (ella no había sido una excepción, y eso dolía por estar metida en la mayoría indiscriminada y por el odio que soportó por su origen porteño) en una revista de tanto renombre en el ámbito cultural de Buenos Aires? Las decisiones editoriales le parecieron caprichosas, teniendo en cuenta que en Bolivia, su tierra natal, no lo reconocían como un grande entre los grandes y que sólo en Lima tenía algo de éxito. El periodista le regalaba a Camacho elogios que hacían ver a la nota incluso más insolente. Pensó que en las revistas de cultura la ignorancia debía ser seriamente sancionada y que errores como ese no debían permitirse. En un arrebato de cólera tomó una lapicera y un papel e intentó un borrador de carta a la editorial. En la mitad de la hoja (proliferaban los tachones y una caligrafía descontrolada), resopló con furia y lanzó la lapicera por los aires. El bolígrafo hizo una pirueta mediocre y cayó cerca del zócalo justo al lado de la puerta. Su cabeza se desplomó hacia atrás, apoyándose en el respaldo de la silla con indignación. ¿Qué sentido tenía escribir esa carta después de todo? Escribirla sería delatarse y eso no entraba en sus planes. Pedro Camacho había sido un error, (sonaba a coro griego cuando lo decían sus amigas) y revelarse contra el espacio cultural que se le brindaba en Buenos Aires hubiera sido como revivir la herida, abrir la piel en los bordes finos casi transparentes de la cicatriz y trazar un nuevo tajo, profundo, para dejar ver el interior que no tiene nada más que contar nuevo sobre él. No podía hacerlo como mujer ni como escritora. Repetirse, hacerse ella misma cliché era imperdonable. Contarse tan abiertamente, desvistiendo su intimidad le causaba temor. Escribirse ella en la carta de repudio a Pedro Camacho era una locura. De pronto, su nombre se escapó y con la voz dormida de largas horas de silencio nocturno dijo: “Pedro Camacho”. Un segundo después, le pareció que sonaba ajeno, desconocido. Se sonrió y se agachó aliviada a recoger la lapicera. Reacomodándose esta vez en el sillón de pana verde, tapándose con una manta de hilo fina para sentirse protegida, le parecía todo un arrebato tonto, un impulso alocado. Se sonreía todavía cuando sonó el teléfono.

La conversación fue corta pero definitiva. No podía reaccionar, al cortar tuvo un escalofrío y sólo atinó a subir la calefacción. Envuelta en la manta de hilo parecía un beduino sin el coraje de los beduinos, sin poder enfrentar el camino hacia adelante sin mayores resguardos, sin red. La editorial la había contactado para hacer una entrevista junto a Pedro Camacho para promocionar y comparar ambos estilos literarios. El número saldría el mes siguiente y la entrevista constaría de una sesión de fotos en su casa y otra sesión de fotos y preguntas en la editorial. Estás última con Pedro Camacho para tomar algunas imágenes de “los escritores sudamericanos más prometedores juntos”. Cuando el periodista dijo “juntos” ella se estremeció. Volvió a algún punto del pasado (era un extraño espacio indefinido y desdibujado que tenía el poder de reconstruirse totalmente, poderoso en aromas y sensaciones en tan sólo un segundo por obra y gracia de algún estímulo externo desinteresado y le contaba cosas, demasiadas, como si tuviera que tomar nota y no diera a basto) y a partir de ese momento no logró más que decir monosílabos escuetos que completaron frases larguísimas del otro lado del aparato. Sin darse cuenta, el viaje al pasado había costado la módica suma de una entrevista concedida junto a él. Había dicho que sí y mirando su mano, extrañándose de sí misma, vio el papel junto al teléfono con la dirección de la editorial, la persona de contacto y una fecha doblemente subrayada por ella minutos antes que se hundía en el papel resaltándola. Sin poder ordenar ideas, se metió en la ducha, y el agua caliente y el vapor cubrieron su piel, cubriendo todo de neblina espesa.


En la editorial esperaba sentada en la recepción con un café medio quemado en mano. La secretaria le había ofrecido compulsivamente todo tipo de infusiones durante los primeros diez minutos volviéndose una carga. Accedió al café para no escucharla más sin pensar que la incansable pelirroja la acosaría luego con dos grandes opciones: azúcar o edulcorante y que la negativa a ambas destrozaría su moral y su estructura mental dejándola perpleja, envuelta en un loop repetitivo que la pondría de mal humor devolviéndola a su escritorio confusa. Ella, en cambio, revolvía el café amargo, con el palillo de plástico que parecía un mini remo y trataba de serenarse. El encuentro con Pedro Camacho merecía un poco de preparación. Resultó al final un procedimiento idiota, si se pensara bien, porque todo lo que pudo decirse a sí misma no sirvió en absoluto ya que lo sabía pensado para consolarse y de antemano vacío de verdad. La pelirroja tipeaba como quien aporrea las teclas de un piano. Quizás era una pianista frustrada usando un teclado de ordenador como altar de sacrificio. Haciendo memoria no lograba recordarla. Ni su voz era familiar, ni su cara. Había estado sentada allí mismo un mes atrás para conversar con Rodríguez sobre su ensayo y la pelirroja no existía, en su lugar, un chico tímido atendía los llamados y llevaba la agenda de los gerentes. Parecía saturada por las tareas de atender el teléfono y enviar algunos mails, colorada y sudando su frente ancha, le dio pena. Lo único que había querido hacer con cierta amabilidad era ofrecerle un café que resultó horrible e intomable e impostar una sonrisa estrangulada que le dio repulsión. La puerta se abrió y Rodríguez entró junto con dos escritores de la revista. Al verla, Rodríguez dejó la conversación y la presentó a los otros dos compañeros. La pelirroja sonreía buscando la atención de Rodríguez que con desprecio evidente se la sacó de encima haciendo un ademán de “luego”.

Los escritores eran dos columnistas que participarían en la revista del mes siguiente, en el mismo número en que aparecería su entrevista junto a Pedro Camacho. El más joven, de pelo entrecano, tenía el dedo índice amarillento de tabaco y sostenía una carpeta con recortes de diarios y revistas. Al hablar, movía las manos con rapidez y dejó caer los papeles sobre la alfombra de la recepción. La pelirroja que parecía tener un radar infalible, se abalanzó sobre los papeles para recogerlos y se los entregó en mano al canoso que los tomó con automatismo sin prestarle la menor atención. Ella la observó volver a su escritorio, colorada, pero esta vez de vergüenza y de furia, o ambas mezcladas. Supo que no podría ser feliz, todo lo que la pelirroja querría siempre tendría poco interés para el resto, y sus grandes esfuerzos resultarían irrelevantes, como si en su interior anidara una larga lista de miles de páginas de letra pequeña como los índices de los diccionarios de economía. Dejó a la pelirroja de lado empujada por la realidad de que Pedro Camacho había entrado en la recepción y ya lo estaban saludando con abrazos de masculinidad levemente exagerada tanto Rodríguez como los dos columnistas que estaban con él. Después de un caluroso recibimiento y de intentar calmar la ansiedad de la pelirroja que no dejaba de balbucear ofreciendo infusiones e interponiéndose entre él y ella, Camacho la miró a los ojos y sonrió. Sólo Rodríguez fue capaz de intuir que algo más había en ese saludo entre distante y conocido. La pelirroja eliminó la posibilidad de un silencio incómodo arremetiendo con sus ofrecimientos de té, café y gaseosas y Camacho, revelando su naturaleza intolerante, le soltó algo así como que se trajera un té, le pusiera azúcar o edulcorante, según sus preferencias, y se calmara. Que él deseaba eso más que nada, y que se lo tomara a su salud. La pelirroja indignada sin saber bien por qué, (el acento boliviano de Camacho, y esa capacidad que tenía de fijar una expresión sin expresión, secando muecas, puliendo gestos, hasta llegar al minimalismo más absoluto en donde la cara es sólo una sumatoria de los órganos y nada más la confundía), se fue velozmente hacia la cocina y se perdió en el pasillo sin música de taconeo, por la alfombra mullida.

Rodríguez los invitó a pasar a la sala de reuniones donde estaban esperándolos Juan Etchepare, (como si fuera una escena repetida abrazó a Camacho dándole fuertes golpes en la espalda confundiendo por momentos un saludo lleno de cariño con una golpiza gratuita) con quien había contactado por teléfono semanas atrás y un fotógrafo demasiado preocupado por la colocación de las luces como para saludar más que con un movimiento de cabeza escueto. Etchepare sonrió y levantó el teléfono para pedir unas botellas de agua mineral y unos vasos. Camacho hizo una humorada acerca de la pelirroja y de que Etchepare no tenía perdón por desafiar a Dios despertando a las bestias sin motivo. Juan, sin lograr comprender el origen del comentario hacia la secretaria de recepción, sonrió cordialmente pero con los ojos confusos. Todos se rieron festejando la ocurrencia de Camacho, incluso ella, que ocupaba su mayor cantidad de energía en evitar las imágenes del pasado que Camacho había disparado con su aparición.

La entrevista la sorprendió ya que fue un espacio de encuentros contrariamente a lo ella había esperado. La luz y las numerosas fotografías la habían tensionado al principio pero anestesiada por los clics se dejó llevar sin resistencia a lo largo de las preguntas que había programado Juan y al final eso la había hecho aparecer como auténtica, graciosa y fresca en sus respuestas. Camacho había estado amable y distante, exhibiendo cierto orgullo y olvidando los agravios realizados en el pasado en cientos de entrevistas y ensayos a los escritores argentinos, a la cultura argentina, a todo lo que se definía como argentino. Si el pasado no existía para Pedro, ella tampoco. Eso justificaba su actitud para con ella desde el comienzo de la sesión. Borrando toda su culpa, liviano de memoria, le pareció un muñeco insensible, cínico, dejándola en un lugar diferente, que ya no podía llamarse pasado, que había que definir nuevamente, y que dolía pensar incluso. Los encuentros intelectuales, sobre todo las lecturas coincidentes de algunos autores norteamericanos, ayudaron a suavizar el momento. Etchepare propuso cerrar la sesión exitosa tomando una copa y todos se apuntaron menos ella que inventó un compromiso previamente acordado que no podía anular. Camacho pulsó el botón del ascensor y tomó la iniciativa. Con su pantalón de corderoy marrón y el bolso de cuero gastado lo veía como a un vendedor ambulante, un profesor de filosofía, un psicólogo de mediana edad pero nunca como un escritor. Un padre de familia, un cura de civil, un arquitecto o un comerciante de la capital, pero nunca como un escritor. La capacidad reducida del ascensor los obligó a entrar por grupos y Camacho cerró la puerta tras ella cuando Etchepare intentaba subir. Se miraba en el espejo, arreglando la solapa de su chaqueta y ella miraba hacia el suelo, apoyando el peso del cuerpo alternativamente en la pierna derecha o en la izquierda.

-Pensé que no ibas a venir, cuando me dijeron que habías aceptado me quedé sorprendido.

Ella apoyó el peso de su cuerpo sobre su espalda, y luego contra el espejo del ascensor.

-No puedo creer que estos me hicieran semejante homenaje después de todo lo que he dicho en el pasado.

Ella lo miró buscando algún gesto, y él dejó de mirarse al espejo. Ella se concentró en la piel color de bronce, rastreando algún rasgo del tiempo, signos como arrugas. Tenía los ojos enormes, redondos y marrones, conservaba eso de personaje bello de Silvina Ocampo, repitiéndose como están condenados a hacer los personajes, intactos, predecibles de pura amabilidad con el lector, trozos de tierra sin dimensiones.

-Si al final tengo razón, les pegas y les gusta, ¿son o no son unos idiotas los argentinos?

El ascensor se detuvo y ella caminó con decisión hacia la parada de taxis, dando vuelta a la esquina sintió que Pedro Camacho la miraba, no se dio vuelta y levantando la mano paró un taxi que estacionó pegado al borde del cordón de la vereda.

Patricia Bustelo
Agosto 2011

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