patito

sábado, 19 de mayo de 2012

Un invierno con sol

Me convertí en héroe accidentalmente. No queriendo con todas mis fuerzas, incluso, si se puede confesar, haciendo lo imposible por evitarlo. De pronto, para mi sorpresa y desagrado, toda la oficina consideraba que era un verdadero mesías. Tenía pocas opciones, según mi parecer, en esos momentos. Hice un razonamiento práctico con ánimos de deshacerme de la situación lo antes posible. Podía asumirme mesías sin culpa alguna y actuar del modo que todos esperaban para mi nuevo cargo, o bien, buscar decepcionarlos, negarlo y convertirme en lo contrario. En ambos casos no sería yo. Luego de darle muchas vueltas en mi cabeza lo dejé a la suerte. Elegí una moneda de un peso y la arrojé al aire. Al caer por la cara supe que me tocaba ser el mesías que todos necesitaban que fuera. La palabra mesías resonaba incómoda, no encontraba hueco dentro de mi cabeza llena de otros temas alejados a cualquier grupo de sentido religioso o espiritual. Mesías sonaba a iglesia, a líder y a verdades, todas ellas ajenas a mí. Entré por la puerta principal como todas las mañanas pero con aire de mesías. Logré incluso apretar el botón del ascensor como un mesías y finalmente decir un buenos días elegante a la recepcionista tal y como lo hubiera hecho un mesías. Noté que mis compañeros me consultaban todo tipo de decisiones, raro ya que no era particularmente considerado para nada en especial dentro del área de trabajo. Hacía diez años que trabajaba en esa empresa y era la primera vez en que todos notaban mi existencia para algo más importante que para el control de las notas de débito. Ese lunes eran un tema menor, y mi talento era requerido para temas más importantes, servía de consultor de finanzas, comercial e incluso colaboré con un tema personal de la directora de recursos humanos. Sin decir nada, simplemente al escucharla, ella se sintió aliviada. Sentía que ese milagro que ellos percibían era ridículo e irreal, pero no podía detenerlos. Cuando ella salió de mi despacho llorando de alegría, gritando que yo era un elegido, tuve miedo. La certeza de que eso terminaría mal era la primera verdad que había enfrentado en mi vida, y no había que ser un mesías para verlo. Los días transcurrieron y terminé asesorando a toda la empresa en temas profesionales y personales pero lo extraño era que el ascenso no llegaba. Había asumido el rol de mesías a disgusto con la sola intención de sacarle algún provecho pero a pesar de que todos parecían felices y satisfechos yo me sentía igual que antes o peor, considerando que tenía que escucharlos a todos, y llegaba a casa agotado y saturado por la excesiva compañía. Tontamente, había pensado que ese lugar de elegido tendría alguna recompensa económica, un nuevo cargo dentro de la empresa, un aumento de sueldo, algo por el estilo, pero no. Me había equivocado de lleno, y simplemente me cargaba más de trabajo. Si al principio no había querido asumir mi lugar de mesías, mucho menos ahora que había comprobado que era un problema más que un privilegio. Comencé a idear la forma de deshacerme del rol. Pasado un mes parecía fácil desintegrar esos ropajes de mesías y volverme a vestir como el empleado de administración que siempre había sido. También me equivoqué. Cada día me sumía más dentro del rol y la gente se acostumbraba más a verme y consultarme. Me vistieron de experto en paquete office simplemente por sentarme al lado del técnico en informática y mirarlo trabajar, luego me vistieron de sensible todas las mujeres de la oficina, decían que tenía mi lado femenino altamente desarrollado solamente por ejercer mi cansancio y callar. Yo sentía que dormía con los ojos abiertos y ellas que tenía una escucha maravillosa. Quizás por el cansancio excesivo caí enfermo. Tuve una fiebre altísima y guardé reposo en cama por dos semanas. En la oficina todo era un caos. Lo supe porque me enviaban mails contándome la falta que les hacía, llamaban a mi teléfono móvil sin descanso y cuando no atendía enviaban sms. La fiebre no cedía, me sentía débil, y mi cuerpo sólo respondía al sueño profundo. Creo que llegué a dormir días enteros por aquella época. El primer día en que me sentía más fuerte salí de la cama y lo vi todo claro. Nadie había venido a visitarme, nadie se había ofrecido a cuidarme durante mi estado convaleciente. Ser un mesías no pagaba nada bien. El médico dijo que podía volver a trabajar y al pronunciar esas palabras volví a caer enfermo por otras dos semanas. Mi hermana, que vivía en Canadá, me había llamado y al ver mi estado estaba preocupadísima. Eso para ella era llamar una vez durante cinco minutos y luego enviarme un mail cuyo contenido se limitaba a un “cuídate”. En otro momento de mi vida eso me hubiera parecido descuidado, abandónico pero en esos momentos lo sentí hermoso, bello. Como esas verdades reveladas que ponen todo en su sitio de una vez. Ella me trataba como siempre lo había hecho, ella era la misma porque yo era el mismo para ella. Extrañaba horrores ser el empleado administrativo de créditos y cobranzas. Añoraba ser el ser invisible que no entraba en los rumores de despido ni tampoco en las listas de brillantes prospectos con plan de carrera. Nunca me había sentido más solo que en esos momentos en que no era yo. Mientras leía una novela para olvidarme un poco de mi falta de identidad, recibí un nuevo sms de la directora de recursos humanos. Lo leí inercialmente, sin ponerle demasiada atención y vi que no era una consulta, ni un pedido de ayuda sino un preaviso o amenaza, como se quiera ver, de despido. Lo leí y releí. El lunes me levanté de la cama aún débil, me puse mi traje gris, y tomé un taxi. Al llegar a la oficina tres compañeros de finanzas me tomaron del brazo y me empujaron hasta la cocina. Allí, al lado de la máquina de café me golpearon con fuerza en el estómago y en la cara. No logré preguntarles por qué era víctima de ese ataque feroz y desprevenido. Sin fuerzas, había perdido peso durante esas semanas en cama, me levanté con dificultad y me acerqué al despacho de recursos humanos. La directora me miró y sin esperar a que yo dijera una palabra me hizo un ademán para que entrara. Una vez dentro, me despidió. Salí adolorido de la oficina una hora después. Era temprano, y no parecía invierno. El sol sobre la cara me resultaba amable, me daba esperanzas. Caminé lentamente hasta el parque y me alegró ver a la feria ambulante con sus puestecitos llenos de artesanías. Levanté la solapa de la americana y encendí un cigarrillo. Definitivamente sería un invierno con sol, tal y como habían predicho en la tele. Patricia Bustelo Mayo 2012