patito

viernes, 12 de septiembre de 2014

FRAGMENTOS DESCUIDADOS

Me decían mis amigos que tenía que prestar más atención. Se me caían en la calle las ideas, los verbos y las oraciones más sencillas. Perdía todo el tiempo párrafos enteros intentando relaciones imposibles, naufragando emocionalmente entre interjecciones violentas llenas de ira que me lastimaban. Y eso que me lo repetían. Pero a parte de ir perdiendo trozos de relato a cada paso, soy cabeza dura. Son dos certezas a las que puedo aferrarme ante el vacío. Una tarde había tomado la decisión de madurar, de mostrarles a mis queridísimos amigos de toda la vida que podía ser más rigurosa y salí a su encuentro. Me aseguré de cerrar con botones y cremalleras las reflexiones más profundas, de abrigar con una bufanda muy suavecita esos finales tan tristes, y acepté verlo. No puedo decir que logré gran cosa, más bien me repetí a mí misma como algunos estrofas de algunos poemas, marcando un ritmo mortal. Casi no hablé y sin darme cuenta él estaba levantando del suelo dos sustantivos y dos pronombres, y un verbo prohibido que hubiera preferido que no viera jamás. En sus manos, eran poca cosa. Me escribía diferente y me di pena. Cuando se acercó, tuve pánico. Comencé a correr hasta la primer plaza que vi. Ahí, sentada en un banco de cemento frío me dejé caer desilusionada y apreté la bufanda contra mi garganta para no pensar más. Patricia Bustelo 19 de julio 2014

MI RELATO

Leí un relato maravilloso que me conmovió Me sentía feliz como nunca en mi vida. Decidí entrar y formar parte. Era un personaje secundario, pero eso no lo sabía en ese momento. Mi destino sería breve, aunque yo vivía cada línea como acción principal. En la segunda página, comencé a sentir cómo me desplazaban de la trama. Empujándome hasta caerme totalmente del relato, de la hoja, golpeándome contra la mesa. Una caída dolorosa que terminó con mi ego fracturado y una intervención quirúrgica compleja. Desde la mesa, diminuta, no podía leer cómo seguía la historia, y lloré amargamente. Como personaje secundario abordé la imposibilidad en su mayor expresión. Busqué otro relato. Me subí sin mayores pretensiones. Navegué entre las líneas, actuando desinteresadamente hacia el exterior, sintiendo un gran temor en las entrañas. Pasaron las páginas y me hice compleja, profunda y pensativa. Todo hablaba de mí de pronto y no entendía nada. Prefería permanecer en la sombra para evitar caerme del relato y desengañarme por segunda vez. Un bajo perfil, me decía a mí misma. Un bajo perfil.... Pero en los relatos los personajes no deciden quiénes son, ni qué harán. Súbitamente, estaba en el centro, abriendo y cerrando situaciones, haciendo que las oraciones fluyeran como mis propias venas, latiendo en mí con la mayor verdad posible. Entonces cuando supe que era un personaje principal abrí los ojos de par en par y vi la palabra fin abajo de mis pies dejándome desnuda y desamparada, con un frío que hiela la sangre. Patricia Bustelo 19 de julio de 2014

sábado, 19 de mayo de 2012

Un invierno con sol

Me convertí en héroe accidentalmente. No queriendo con todas mis fuerzas, incluso, si se puede confesar, haciendo lo imposible por evitarlo. De pronto, para mi sorpresa y desagrado, toda la oficina consideraba que era un verdadero mesías. Tenía pocas opciones, según mi parecer, en esos momentos. Hice un razonamiento práctico con ánimos de deshacerme de la situación lo antes posible. Podía asumirme mesías sin culpa alguna y actuar del modo que todos esperaban para mi nuevo cargo, o bien, buscar decepcionarlos, negarlo y convertirme en lo contrario. En ambos casos no sería yo. Luego de darle muchas vueltas en mi cabeza lo dejé a la suerte. Elegí una moneda de un peso y la arrojé al aire. Al caer por la cara supe que me tocaba ser el mesías que todos necesitaban que fuera. La palabra mesías resonaba incómoda, no encontraba hueco dentro de mi cabeza llena de otros temas alejados a cualquier grupo de sentido religioso o espiritual. Mesías sonaba a iglesia, a líder y a verdades, todas ellas ajenas a mí. Entré por la puerta principal como todas las mañanas pero con aire de mesías. Logré incluso apretar el botón del ascensor como un mesías y finalmente decir un buenos días elegante a la recepcionista tal y como lo hubiera hecho un mesías. Noté que mis compañeros me consultaban todo tipo de decisiones, raro ya que no era particularmente considerado para nada en especial dentro del área de trabajo. Hacía diez años que trabajaba en esa empresa y era la primera vez en que todos notaban mi existencia para algo más importante que para el control de las notas de débito. Ese lunes eran un tema menor, y mi talento era requerido para temas más importantes, servía de consultor de finanzas, comercial e incluso colaboré con un tema personal de la directora de recursos humanos. Sin decir nada, simplemente al escucharla, ella se sintió aliviada. Sentía que ese milagro que ellos percibían era ridículo e irreal, pero no podía detenerlos. Cuando ella salió de mi despacho llorando de alegría, gritando que yo era un elegido, tuve miedo. La certeza de que eso terminaría mal era la primera verdad que había enfrentado en mi vida, y no había que ser un mesías para verlo. Los días transcurrieron y terminé asesorando a toda la empresa en temas profesionales y personales pero lo extraño era que el ascenso no llegaba. Había asumido el rol de mesías a disgusto con la sola intención de sacarle algún provecho pero a pesar de que todos parecían felices y satisfechos yo me sentía igual que antes o peor, considerando que tenía que escucharlos a todos, y llegaba a casa agotado y saturado por la excesiva compañía. Tontamente, había pensado que ese lugar de elegido tendría alguna recompensa económica, un nuevo cargo dentro de la empresa, un aumento de sueldo, algo por el estilo, pero no. Me había equivocado de lleno, y simplemente me cargaba más de trabajo. Si al principio no había querido asumir mi lugar de mesías, mucho menos ahora que había comprobado que era un problema más que un privilegio. Comencé a idear la forma de deshacerme del rol. Pasado un mes parecía fácil desintegrar esos ropajes de mesías y volverme a vestir como el empleado de administración que siempre había sido. También me equivoqué. Cada día me sumía más dentro del rol y la gente se acostumbraba más a verme y consultarme. Me vistieron de experto en paquete office simplemente por sentarme al lado del técnico en informática y mirarlo trabajar, luego me vistieron de sensible todas las mujeres de la oficina, decían que tenía mi lado femenino altamente desarrollado solamente por ejercer mi cansancio y callar. Yo sentía que dormía con los ojos abiertos y ellas que tenía una escucha maravillosa. Quizás por el cansancio excesivo caí enfermo. Tuve una fiebre altísima y guardé reposo en cama por dos semanas. En la oficina todo era un caos. Lo supe porque me enviaban mails contándome la falta que les hacía, llamaban a mi teléfono móvil sin descanso y cuando no atendía enviaban sms. La fiebre no cedía, me sentía débil, y mi cuerpo sólo respondía al sueño profundo. Creo que llegué a dormir días enteros por aquella época. El primer día en que me sentía más fuerte salí de la cama y lo vi todo claro. Nadie había venido a visitarme, nadie se había ofrecido a cuidarme durante mi estado convaleciente. Ser un mesías no pagaba nada bien. El médico dijo que podía volver a trabajar y al pronunciar esas palabras volví a caer enfermo por otras dos semanas. Mi hermana, que vivía en Canadá, me había llamado y al ver mi estado estaba preocupadísima. Eso para ella era llamar una vez durante cinco minutos y luego enviarme un mail cuyo contenido se limitaba a un “cuídate”. En otro momento de mi vida eso me hubiera parecido descuidado, abandónico pero en esos momentos lo sentí hermoso, bello. Como esas verdades reveladas que ponen todo en su sitio de una vez. Ella me trataba como siempre lo había hecho, ella era la misma porque yo era el mismo para ella. Extrañaba horrores ser el empleado administrativo de créditos y cobranzas. Añoraba ser el ser invisible que no entraba en los rumores de despido ni tampoco en las listas de brillantes prospectos con plan de carrera. Nunca me había sentido más solo que en esos momentos en que no era yo. Mientras leía una novela para olvidarme un poco de mi falta de identidad, recibí un nuevo sms de la directora de recursos humanos. Lo leí inercialmente, sin ponerle demasiada atención y vi que no era una consulta, ni un pedido de ayuda sino un preaviso o amenaza, como se quiera ver, de despido. Lo leí y releí. El lunes me levanté de la cama aún débil, me puse mi traje gris, y tomé un taxi. Al llegar a la oficina tres compañeros de finanzas me tomaron del brazo y me empujaron hasta la cocina. Allí, al lado de la máquina de café me golpearon con fuerza en el estómago y en la cara. No logré preguntarles por qué era víctima de ese ataque feroz y desprevenido. Sin fuerzas, había perdido peso durante esas semanas en cama, me levanté con dificultad y me acerqué al despacho de recursos humanos. La directora me miró y sin esperar a que yo dijera una palabra me hizo un ademán para que entrara. Una vez dentro, me despidió. Salí adolorido de la oficina una hora después. Era temprano, y no parecía invierno. El sol sobre la cara me resultaba amable, me daba esperanzas. Caminé lentamente hasta el parque y me alegró ver a la feria ambulante con sus puestecitos llenos de artesanías. Levanté la solapa de la americana y encendí un cigarrillo. Definitivamente sería un invierno con sol, tal y como habían predicho en la tele. Patricia Bustelo Mayo 2012

lunes, 16 de enero de 2012

Dejen de decir pavadas

Salió corriendo, sin dirección. El calor era tan intenso que los árboles tenían las hojas caídas, mustias. Corría inercialmente, por esas calles de piedra, estrechas, de ese pueblo desconocido. Sudando llegó hasta el templo, y allí, se detuvo. El aire fresco venía de dentro, oscuro y sombrío, pero fresco. Lloró por primera vez, amargamente, en silencio. Nadie lo escucharía, todos estaban dentro de sus casas, y aún así contuvo la congoja. Era un pueblo abandonado y él se abandonaba a su dolor. Su camisa estaba húmeda por el sudor, su cabello se pegaba a la nuca, le picaba la piel. Entró decidido y dentro del templo, gritó hasta quedarse sin voz.

Patricia Bustelo
Noviembre 2011

Daba bronca

Daba bronca, que indefectiblemente, en los cuentos orientales alguien siempre aprendiera algo. Daba bronca, que pasara lo que pasara siempre tuviera un motivo. Su vida no era un cuento oriental, estaba claro. Sumando y restando horas, la cuenta no daba. Daba incluso más bronca, que en los cuentos orientales los personajes estuvieran vivos de la mejor forma, sin existir, y sin embargo vivos. Él no era un personaje de cuento oriental, sin dudas. Con su caminar vulgar, de vida vulgar y sin detalles simbólicos. Se representaba a sí mismo real, alejado de cualquier metáfora profunda. Daba bronca, que los cuentos orientales le gustaran tanto, y al cerrar el libro, todo ese mundo de olores y paisajes lejanos, se escondieran en algún lugar hermético. Caminando y sin más, daba bronca. La vida le debía esa oportunidad y él la reclamaría, a su tiempo.

Patricia Bustelo
Noviembre 2011

Chaqueta marrón


Entre las hojas del libro se dejaba ver un poco de tela marrón que reconocí inmediatamente. Era su chaqueta la que asomaba irregular, arrugada, haciendo que el libro no se pudiera cerrar.
Imaginé que se había tirado adentro y que su chaqueta se había quedado desafortunadamente atascada. Tironeé un poco de la tela y no logré sacarlo, estaba dentro, muy dentro. Insistí, no podía resignarme, y la tela cedió bruscamente hasta mi, pero sin él.
Me quedé mirando la chaqueta vacía y la arrojé con furia sobre el sillón. Jamás volvería. Por la noche no tenía noticias, me desvestí despacio y tomé el libro entre mis manos. Quemé las horas arrancando cada una de las hojas de ese libro. Quemé las hojas también, que reducidas a cenizas cubrieron mis piernas, pintaron mi cara y lloré.

Patricia Bustelo
Noviembre 2011

Nada es a propósito

Arrancó las cortinas mientras caminaba por la casa nerviosa, respirando agitada. Se tropezaba con la tela que hecha un bollo, iba pisando sin querer.
A través de la ventana, el vecino la miraba, desde su balcón, con su cigarrillo en la mano, dejándolo consumir, adivinando lo que ella sentía. Se detuvo para mirarlo también. Fueron segundos, y él entró después de tirar el cigarrillo a la calle. Con las cortinas en sus manos, observó cómo caía encendido, estrellándose en la vereda. No se apagó. Humeó incluso un poco más como algo pendiente.
No fue por el cigarro, ni por nada en particular. No fue por la molestia de la tela arrastrándose, incontenible, desbordando de sus manos. Se asomó al balcón, dejando medio cuerpo colgando en la baranda de metal y arrojó las cortinas que cayeron haciendo olas en el asfalto.

Patricia Bustelo
Diciembre 2011