patito

jueves, 14 de abril de 2011

MALDITA, MALDITA, MALDITA DICOTOMÍA

Estaba en el aeropuerto, la valija se deslizaba con las rueditas sin mayor dificultad, la sensación de que todo iba saliendo a la perfección se sustentaba mucho en el ritmo ligero y despreocupado con el que podía caminar gracias a ello.

Dos hombres, caminando detrás de él, comentaban la actualidad política, repasando temas como salud, seguridad y economía. Prestó atención para sentir que ya estaba de vuelta, para envolverse con el retorno y empaparse de su nueva realidad. Los televisores del bar del aeropuerto transmitían un partido de fútbol y lo llenó de alegría. Se sentó sólo un rato para tomarse un café con medialunas y ver un poco del partido. El ritual armaba un todo arquetípico pero le hacía sentir que volvía con más fuerza, auténticamente. Todavía no había salido del aeropuerto, no había pisado las calles de su Buenos Aires añorado y quería ir viviendo poco a poco la experiencia, como quien se adentra en el mar y como el agua está fría entra paso a paso, disfrutando y temiendo cada movimiento, pero avanzando. Pagó una suma irracional y prosiguió su camino hacia afuera, hacia la ciudad.

Estaba dejando algunas monedas de propina sobre la mesa, cuando el camarero cambió el partido por un programa periodístico en donde comentaban temas electorales y evaluaban posibles candidaturas para las próximas elecciones. Lo vio y un escalofrío le recorrió la columna, como recordándole algo importante, alertándolo. Le resonó lo peor, lo más temido, lo que lo había alejado de su tierra años atrás. Los juicios, la intolerancia, la manía por definir todo y encasillar todo en a favor o en contra de y esas miras limitadas a una historia que nos habíamos contado distorsionada, arreglada para definir ese a favor o en contra más fácilmente, producto de la inmadurez política de nuestro país, producto de la adolescencia institucional a la que habíamos llegado. No quiso darle mayor trascendencia y se dispuso a tomárselo con humor, sonrió pensando: Somos un país sin terapia y estamos llenos de terapeutas.

Bajando las escaleras mecánicas, podía vislumbrar la calle, aunque no era su barrio y ese recorrido no correspondía a la postal que tenía guardada en la memoria afectiva, Ezeiza era parte de volver, era una pieza fundamental que antecedía al barrio, al recuerdo más vivo, intacto de las calles y del colegio, los bares y las plazas. Vio una fila de carritos bien organizada que empujaba un empleado del aeropuerto, taxis estacionados, extranjeros hablando con agentes de turismo y entrando a buses con sus maletas y un cartel de un político de la provincia de buenos aires colgado en un poste, y tachado con un aerosol que decía “gorila”. En el recorrido visual la palabra “gorila” era susceptible de ser recortada y llevada a otro contexto, quizás un cartel de zoológico. Allí tendría sentido, armaba discurso. Debajo de “gorila” vio la palabra “puto”, más pequeña, de otra caligrafía, quizás escrita por otra persona incluso en otro momento. Pensó que llegar a Buenos Aires era eso también, que no debía tensionarse y tomar esos elementos como antecedentes de nada en particular, que no podía permitir que le arruinaran su regreso, su necesidad de estar entre los suyos, su ilusión por pasar el resto de su vida en su tierra. Caminando con su maleta hacia la salida, la palabra “puto” se volvía más real. Pensó que no había cambiado nada su país, que podía dejarlo como a cualquier telenovela latinoamericana de las tres de la tarde y retomarla en cualquier capítulo sin temer perder la trama. Pero como lector rechazaba el hecho de poder adivinar tan fácilmente el final, le quitaba libertad, paradójicamente, la libertad de disfrutar.

Buenos Aires lo recibió con sus antiguas certezas, las que el viajero que parte olvida, como cuando se termina una relación con alguien, que con el tiempo sólo van quedando los recuerdos bellos y los malos se dejan de lado. Había reencontrado a su Buenos Aires como si fuera una antigua novia, sólo la recordaba bella, entera, total. Las primeras dos horas en su país, antes de haber podido dejar el aeropuerto lo obligaron, sin embargo, a asumir que todo se reducía a ser o no ser, a tener que definirse por algún bando. Supo que la clave para sobrevivir, sociabilizando como imponía la casa, sólo contemplaba un sistema binario, de apagado o encendido, y que una tercera opción lo condenaría a quedar sin palabra, fuera de la red del discurso. Se vio cayendo, sin red, y sintió cómo su corazón se aceleraba, su respiración se agitaba cuando las puertas automáticas que señalaban un cartel de SALIDA se abrieron.

Volver era una imagen o una foto, pero definitivamente no era una realidad. Quizás podía retroceder, volver sobre sus pasos, subir nuevamente la escalera mecánica, borrar las huellas en el bar, minutos antes, quizás podía, por estar fuera de la red dicotómica, ejercer su libertad, conservar la foto en su memoria y elegir otro final.

Patricia Bustelo
Abril 2011

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