patito

jueves, 7 de octubre de 2010

Margerite Duras: La sensualidad es un espacio femenino lleno de vacío


Una mujer que nació en Indochina es dueña de una prosa llena de sugestiva sensualidad, más allá de lo verdadero que encierra la frase, suena a cierto, en la belleza de la palabra Indochina está ese secreto. El hombre sentado en el pasillo y El mal de la muerte son un claro ejemplo de cómo una mujer logra con palabras introducirnos a un mundo lleno de espacios vacíos, tan femeninos como la anatomía misma del género. El hueco como espacio en donde el amor, el sexo y la verdad se debaten, rondan, penetran y mueren. Me apasionó la construcción de los narradores en ambas obras, hablando a través de, en lugar de, anulando o siendo testigo permanente, hacen de cada una de estas piezas algo único. Allí la pluma de Margerite nos envuelve, nos convierte en adictos a su forma de relatar que es aún más fuerte que lo relatado en sí. Lo relatado es metáfora, para entender hay que ir a buscar a otro lado el sentido. Me gusta como escritora leer escritoras como Margerite. Es simplemente una opinión personal, lo sé, subjetiva, pero en mi lectura está plasmado el gusto propio, mi ser lectora, mi ser escritora y otros seres que tengo perdidos deambulando por ahí. Mi ser mujer me dice que Margerite entiende mi vacío. El vacío de la muerte, el vacío insaciable de las palabras, el vacío que necesita respuestas, cuerpo y relato para ser llenado. Leyendo su biografía, el alcoholismo la poseyó brutalmente, entiendo que era una mujer llena de espacios interminables que hasta con una prosa tan extensa no logró llenar. El gran amor tardío que llegó a su vida, el mundo increíblemente bello que era capaz de imaginar me seducen. Leyéndola me leo. Hay algo de la mujer que está imantado a su prosa. Su mirada incompleta, la sensación al terminar sus novelas de que algo no fue dicho, algo se nos negó desde el principio me fascina. Será porque soy mujer que los espacios incompletos me parecen perfectos. Quizás porque como mujer me siento capaz de convivir con diversidades sin tener que ubicarlas en algún lugar con algún objetivo concreto detrás más que la simple razón de barajar las cartas, mantener las pelotitas en el aire, admirar el juego de los elementos infinitos suspendidos, del no espacio.

Margerite me gusta como escritora, está claro. Me gustan sus narradores porque eso revela que ella entiende mucho de la literatura al elegir perfectamente a través de quién hacer llegar la historia. Lo tajante del lenguaje cuando hace hablar a los personajes no lastima. Nos dice todo el tiempo que no hay nada que verdaderamente pueda decirse sin dejar pausa, silencio, tiempo y huecos.

La muerte y el amor parecen estar emparentados para siempre en El mal de la muerte. No poder amar es morir. El que se niega al amor ha elegido la muerte. Los recuerdos, los momentos, el mar con su inmensidad sólo nos dicen una y otra vez: se acerca la muerte. Todo el universo deja de tener sentido si no se puede amar. Y cuando el sujeto enfrenta la realidad fatal sólo le queda la palabra. Como en la escena final de la obra, el personaje se acerca a un bar y cuenta lo vivido, este conocimiento que las palabras no lograrán nunca ordenar. Y quizás porque estoy leyendo a Lacan en estos momentos, puedo decir que la palabra está vacía en este sentido, y la palabra no logra ni siquiera significarse, siendo en el no significado todo lo que realmente es y para lo que ha sido creada. Nunca tuvo más sentido la palabra que con el vacío de sí misma. Amo a la palabra, la pongo por encima de todo y por encima de todo también ella me pone a mí, y en ese vínculo existo más que nunca para no tener más sentido que en la ficción.

No hay comentarios:

Publicar un comentario