patito

lunes, 25 de octubre de 2010

Las flores del cerezo: la mayor ternura se halla en el Monte Fuji personal de cada uno de nosotros


Doris Dorrie, alemana y esteta nata, creó un film digno de ver. Las emociones más íntimas y lo más sensible sale a la luz inmediatamente. El ritmo de la película es impecable y esto es mucho decir cuando se trata de películas como ésta, donde no hay aspiraciones de entretenimiento, sino de viajar hacia lo más profundo que guarda cada ser, su propio Monte Fuji. Ese lugar al que queremos llegar, que nos da sentido, al que le damos el sentido de nuestro viaje vital. El amor es el mejor vehículo para llegar a este sitio real y metafórico al mismo tiempo. El amor que descubre los velos y nos deja ver quiénes están al lado nuestro, quiénes son, sus expectativas, necesidades y deseos. Amar es convertir eso en realidad, colaborar para esa persona logre llegar a su Monte Fuji. El personaje principal está llegando al final de sus días cuando se encuentra con un acontecimiento doloroso que cambiará su vida. En el comienzo de la película ya nos adelantan que él está viviendo sus últimos días a causa de una enfermedad terminal. Nos situamos entonces como es lógico en la espera de que eso terrible suceda finalmente. El guión magistral da un giro y su muerte pasa a un segundo plano. A partir de ese hecho fatal, Trudy, el personaje masculino principal, caminará hacia los sueños de su esposa, vivirá el amor por primera vez, la mirará a los ojos por primera vez, desde su piel, su ropa, sus deseos. Descubrir al ser amado es una aventura llena de dolor pero no de soledad. Conoce a una dulce adolescente que vive en las calles de Tokio y ella lo acompaña a realizar su mayor hazaña: encontrar a su esposa encontrándose a sí mismo. El film es un himno de esperanza a pesar de todo, muestra que el ser humano no importa cuánto pueda alejarse de su centro, de su alma y cuánto pueda equivocarse siempre tiene esa bendita posibilidad de cambiar, de ver en profundidad y de realizar. Tocó mi alma. La vi ayer, en mi casa, semi recostada en el sillón, pasé por muchas sensaciones, recorrí mis propios deseos más profundos, definí mi propio Monte Fuji. Es un día que no olvidaré. Porque era domingo, porque vi esta película, porque sentí muchas cosas que me guardo para mí y porque hablar del Monte Fuji personal no se hace fácil. Está tan adentro, quién pudiera acceder a ese espacio que guardo en mi interior y hacerme sentir en casa mientras entra despacio, se sienta a la mesa y enciende una vela. Aquellos que la hayan visto habrán pasado por diferentes estados emocionales pero seguro que ninguno quedó inmune a la hermosura de los paisajes, tiene una fotografía impecable, o a las escenas casi pictóricas por momentos. La música ata y desata los nudos dentro del pecho del espectador. Esas flores de cerezos que nacen para morir, cuya belleza etérea es de tal magnitud que emociona, sirven de metáfora perfecta para el camino de realización de Trudy. Japón, un espacio hostil para un provinciano alemán por demás conservador, es un espacio de posibilidades de nuevos Trudies, de nuevos yo, el espacio en donde se puede ser otro. Y se puede llegar a ser otro cuando uno mira a otro. El film parecería decir que al ver por primera vez, o verdaderamente, a otro, uno se convierte en parte de ese otro. Ya no quedan espacios propios y ajenos, hay una fusión maravillosa de deseos, lo que hace feliz al otro me hace ser mejor a mí desde el amor. Recomiendo esta película con el mayor énfasis que pueda imprimir. Si desean saber más de lo que es realmente el amor verdadero creo que es obligatorio verla. Aprender es lo que hace Trudy. No hay colegios, ni universidades para este proceso vital tan sin vueltas como el que el personaje vive. Quizás por eso, cuando su camino llega a la realización máxima, vivir no tenga del todo sentido. El secreto ha sido revelado. Que descanse en paz.

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