Le pedí que al hablar no me escupiera. Se hizo un silencio y pensé incluso que se iba a cambiar de asiento. No hizo nada. Me sequé la cara con la manga de la chaqueta, con aires de falsa superación, me acomodé en la silla y miré hacia adelante, ignorándolo. Él ya me ignoraba hacía rato. Me inventé que era yo la que tomaba las decisiones, la que luchaba, la que sufría. Me inventaba todo.
Mirando hacia adelante, la vida parecía otra. Si realmente me concentraba en los objetos, en los pasajeros del tren que caminaban por el pasillo, buscando asiento, ventanas abiertas para respirar mejor, la vida parecía otra de verdad. Luego, cerrando los ojos era la que yo sentía, la inventada.
Sentí frialdad en su cuerpo (es una sensación que experimento con frecuencia, sintiendo los músculos del otro tensos, o demasiado relajados) y me dolió algo adentro. Miré hacia el costado, cómo buscando una calle, despreocupada, y hubiera gritado con todas mis fuerzas, pero no sabía qué y no podía pensar porque el tren con su ritmo me descolocaba, el tren en su cadencia, desplazaba mi angustia que corría, fluía rápido, a destiempo, y pensé en decirle algo, aunque ya era conocido por los dos que era inútil hablar.
Hubiera jurado que mirando hacia adelante podía entrar en la vida real, en la que todos se movían al compás de la materia, de la naturaleza y del aire. Hubiera pedido de rodillas entrar. Pero cerré los ojos. La vida inventada era mi única alternativa.
Patricia Bustelo
Noviembre 2011
Mirando hacia adelante, la vida parecía otra. Si realmente me concentraba en los objetos, en los pasajeros del tren que caminaban por el pasillo, buscando asiento, ventanas abiertas para respirar mejor, la vida parecía otra de verdad. Luego, cerrando los ojos era la que yo sentía, la inventada.
Sentí frialdad en su cuerpo (es una sensación que experimento con frecuencia, sintiendo los músculos del otro tensos, o demasiado relajados) y me dolió algo adentro. Miré hacia el costado, cómo buscando una calle, despreocupada, y hubiera gritado con todas mis fuerzas, pero no sabía qué y no podía pensar porque el tren con su ritmo me descolocaba, el tren en su cadencia, desplazaba mi angustia que corría, fluía rápido, a destiempo, y pensé en decirle algo, aunque ya era conocido por los dos que era inútil hablar.
Hubiera jurado que mirando hacia adelante podía entrar en la vida real, en la que todos se movían al compás de la materia, de la naturaleza y del aire. Hubiera pedido de rodillas entrar. Pero cerré los ojos. La vida inventada era mi única alternativa.
Patricia Bustelo
Noviembre 2011
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