El vendedor del puesto de flores de la esquina tenía un secreto. Estaba segura de que algún día lo descubriría. Sin hablarle, sin preguntar siquiera su nombre, llegaría a ese lugar escondido.
Le gustaban las flores blancas, no importaba lo que dijeran de las flores y sus colores, ella prefería las blancas. Sin ser virginal, ni lo contrario, le gustaban las flores blancas y estaba fuera de toda discusión.
El vecino del cuarto tenía la sonrisa más aterradora que jamás había visto. Intentaba por todos los medios no cruzarse con él en el ascensor o en el palier o en la calle. Intentaba y lo conseguía. Una vez llegó a pensar que todo lo que intentaba lo conseguía y se equivocó.
Cruzó la calle con el pelo aún mojado de la ducha. Sintió como algunas gotitas humedecían su camisa y caminó despreocupadamente. En el puesto de flores se dedicó a captar el aroma de todos los ramos que inclinados en su conjunto parecían un inmenso ramillete de opciones.
Pidió jazmines, luego rosas blancas y al final margaritas. El vendedor del puesto de flores tenía unos cuarenta largos. Sonrió buscando los billetes en su cartera pensando que sólo había tenido cuarenta largos y nada más. Ella tenía los años desbordantes, pero no eran para siempre. No todos nacían iguales, ella lo sabía bien.
Al cruzar la calle, de vuelta a su casa, un coche la rozó haciendo temblar las flores. El aroma la envolvió en un vals. Quedarían estupendas en el florero sobre la mesa pequeña. Como la semana anterior, y la siguiente. Algunas cosas no cambiaban para nada. Pensar eso aliviaba.
El ascensor tardaba en bajar. Fue recorriendo los pisos desde el séptimo hasta la planta baja. Se abrió la puerta y el vecino del cuarto sacó la peor sonrisa de todas, llenó todos los espacios de la memoria, su niñez, su adolescencia y el más allá. Le apuntó con el ramo, extendió el brazo hasta tocarlo, poniendo distancia. Ya en el ascensor, la sonrisa repetía un verso de una canción conocida, pero no podía recordarla.
PATRICIA BUSTELO
ABRIL 2011
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