domingo, 11 de septiembre de 2011
Dígame qué le sucede
Leía el Diario de un mal año y se desconcentraba. Había desconectado el teléfono para evitar interrupciones y estaba pensando en una buena taza de café negro cuando la tormenta se desató. En cinco minutos arrasó con todas las plantas de su balcón y con la ropa tendida. Vio volar calcetines y toallas como si fueran barriletes, repartiendo su vergüenza.
La gente corría por las calles, sorprendida por los chaparrones y poco a poco su calle se fue cubriendo de agua. Se asomó al balcón dejando que el viento le mojara el rostro, rociando su ropa, su pelo y alejando felizmente todos los planes que tenía pergeñados. Tocaron el timbre. El portero le avisaba que habían encontrado algunas de sus prendas en el balcón del piso de abajo. El vecino había recogido varios calcetines y un camisón. Bajó a buscarlos un tanto abochornada y muerta de risa al mismo tiempo.
De vuelta en su piso sintió el vértigo que tantas veces había experimentado sin motivo aparente. Dejó la ropa mojada y sucia en el suelo y se fue a caminar con botas de lluvia e impermeable.
Patricia Bustelo
Septiembre2011
sábado, 10 de septiembre de 2011
BENDITA CELIA
Debería haber bendecido el día en que conocí a Celia B. porque ella era la razón por la cual no hay que creer en la perfección de las cosas, simplificaba toda su persona, la metáfora de la resignación.
Muchas veces, equivocadamente, había querido cortar relación con Celia, sus comportamientos me perjudicaban, y por alguna razón ajena a mí nunca pude dejar de verla. Hoy siento un bálsamo reconfortante al pensar que todos estos largos años estuvo en mi vida.
Tenía esa forma suave y mortífera de abandono, esas prioridades y ese punto de vista que me llevaban a experimentar sensaciones en un abanico que recorría desde la bronca hasta el asco. Y así había cambiado mi vida. Hubo momentos difíciles, debo admitir, pero ahora cerca de mi muerte los recreo con alivio.
Me enseñó todo lo importante de la vida. El resto lo aprendí por ahí, con otros. Celia B. había sido mi maestra en la tolerancia y en la aceptación de que todo aquello que ansiamos puede no suceder y aún así seguir viviendo confiando en la próxima oportunidad.
En la habitación del hospital, (las enfermeras no paran de visitarme, regulan aparatos que tengo enchufados por todos lados), tengo una pequeña mesilla de noche y un vaso de agua fresca. Con esfuerzo, me incorporo, y lo tomo con cuidado. Me tiembla la mano. Tengo los labios secos, la garganta muda de horas en silencio. Sorbo una, dos y tres veces. Luego, como si el esfuerzo hubiera sido extremo, la mano se deja vencer y el vaso se cae al suelo, volcándose el agua, rodando hasta la pata del sillón. Lo miro rodar. Sobre el sillón hay revistas apoyadas, las visitas las van dejando. Yo voy dejando a las visitas, pero eso es una obviedad y no vale la pena aclararlo. De pronto, entra el Dr. Rodríguez. Ya desde la puerta se lo adivina serio, preocupado, diría Celia. Me hace bien pensar en cómo actuaría ella en estos momentos si estuviera allí. Seguramente me diría que estoy muy mal y que es grave aunque el resto en la habitación pusiera cara de “ella exagera”. Celia B. no morirá como yo. Está claro. Ella sólo dejará su cuerpo un día cualquiera para entrar en otro inmediatamente porque los seres como Celia son necesarios para seguir creyendo que las cosas pueden salir mal.
Patricia Bustelo
Septiembre 2011
Muchas veces, equivocadamente, había querido cortar relación con Celia, sus comportamientos me perjudicaban, y por alguna razón ajena a mí nunca pude dejar de verla. Hoy siento un bálsamo reconfortante al pensar que todos estos largos años estuvo en mi vida.
Tenía esa forma suave y mortífera de abandono, esas prioridades y ese punto de vista que me llevaban a experimentar sensaciones en un abanico que recorría desde la bronca hasta el asco. Y así había cambiado mi vida. Hubo momentos difíciles, debo admitir, pero ahora cerca de mi muerte los recreo con alivio.
Me enseñó todo lo importante de la vida. El resto lo aprendí por ahí, con otros. Celia B. había sido mi maestra en la tolerancia y en la aceptación de que todo aquello que ansiamos puede no suceder y aún así seguir viviendo confiando en la próxima oportunidad.
En la habitación del hospital, (las enfermeras no paran de visitarme, regulan aparatos que tengo enchufados por todos lados), tengo una pequeña mesilla de noche y un vaso de agua fresca. Con esfuerzo, me incorporo, y lo tomo con cuidado. Me tiembla la mano. Tengo los labios secos, la garganta muda de horas en silencio. Sorbo una, dos y tres veces. Luego, como si el esfuerzo hubiera sido extremo, la mano se deja vencer y el vaso se cae al suelo, volcándose el agua, rodando hasta la pata del sillón. Lo miro rodar. Sobre el sillón hay revistas apoyadas, las visitas las van dejando. Yo voy dejando a las visitas, pero eso es una obviedad y no vale la pena aclararlo. De pronto, entra el Dr. Rodríguez. Ya desde la puerta se lo adivina serio, preocupado, diría Celia. Me hace bien pensar en cómo actuaría ella en estos momentos si estuviera allí. Seguramente me diría que estoy muy mal y que es grave aunque el resto en la habitación pusiera cara de “ella exagera”. Celia B. no morirá como yo. Está claro. Ella sólo dejará su cuerpo un día cualquiera para entrar en otro inmediatamente porque los seres como Celia son necesarios para seguir creyendo que las cosas pueden salir mal.
Patricia Bustelo
Septiembre 2011
sábado, 3 de septiembre de 2011
Conspiración
La idea se esconde detrás de una experiencia que dejé ir
Irresuelta
Indiscreta y aún así inaccesible
La paciencia es un cigarro que está a punto de terminarse en el borde de un cenicero metálico
Aullando su final, consumiéndome en la angustia
Y la idea no llega
Me deja por otra, siempre por otra.
¿Por qué no me ama?
La idea ama a mi otro yo. El que no puedo ser.
Aullando su deseo, consumiéndome en los celos.
Intento borrarme
Me borro
NO SOY
NADIE
NADIE
NADIE
Soy una idea
Patricia Bustelo
Septiembre 2011
Irresuelta
Indiscreta y aún así inaccesible
La paciencia es un cigarro que está a punto de terminarse en el borde de un cenicero metálico
Aullando su final, consumiéndome en la angustia
Y la idea no llega
Me deja por otra, siempre por otra.
¿Por qué no me ama?
La idea ama a mi otro yo. El que no puedo ser.
Aullando su deseo, consumiéndome en los celos.
Intento borrarme
Me borro
NO SOY
NADIE
NADIE
NADIE
Soy una idea
Patricia Bustelo
Septiembre 2011
viernes, 2 de septiembre de 2011
Nadie más
Cuando terminó la conversación había perdido a su hijo.
Las semanas siguientes hizo nudos, reconociéndose, moviéndose como en bocanadas a través del pasado, repitiéndose.
Cuando terminó la conversación había perdido a su hijo.
Las horas siguientes intentó hacer espacios nuevos, lugares deshabitados. El dolor parece expandirse sin fin, ocupándolo todo por momentos. Pensó que si exploraba nuevas tierras y conquistaba nuevos territorios el dolor no llegaría allí. Las coartadas cortan filosas siempre por el lado más áspero.
Cuando terminó la conversación fue hasta el baño y se rapó la cabeza.
No había nadie más.
Nadie.
Más.
Patricia Bustelo
Septiembre 2011
Porcelana
Habíamos decidido separarnos la semana anterior durante una conversación amistosa que me dejó sorprendida. Después, tomamos café, cerrando la negociación y fuimos a la cama a dormir.
La semana había transcurrido normalmente a pesar de cualquier predicción. Me despertaba por las noches, leía un rato y luego volvía a la cama, como llevaba haciendo hacía dos meses. Pedro llenaba sus horas en el trabajo y visitando a un amigo en el hospital que había tenido un accidente de coche la noche en que conversamos sobre nuestra separación. Yo me concentraba en ese relato que no podía cerrar, como si tuviera una maldición y quedara fantasmalmente vagando como un relato errante al que hay que darle justicia para que descanse en paz. Mientras intentaba pegar el aza de una taza de porcelana, pensaba en los personajes y en cómo lograr que tuvieran un final entre lo extraño y lo raro pero sin que pareciera forzado. Había intentado cinco desenlaces posibles y todos resultaban ajenos, recortados como en un collage y pegados imperativamente sin cuidado. Cansada ya de tantos intentos, dejé la taza un momento sobre la mesa, y borré todos los archivos con las diferentes versiones. En la pantalla del ordenador, dejé el relato abierto, sin final. Lo miraba con decepción. Los dedos de las manos inmóviles frente al teclado comenzaron a ponerse fríos.
Tomé la taza entre mis manos y continué tratando de pegar el aza evitando que quedara marca visible. No sé por qué intentaba esas cosas si sabía que no era buena ni esforzándome al máximo. Pedro se encargaba de esos temas y siempre había sido así. Pero movida por algún sentimiento extraño, quizás olvidando por un momento quién era, había asumido la tarea con total naturalidad como si siempre hubiera sido la experta de los dos para esas tareas. Dejé la taza secándose y la miré. Tenía unas florecitas rosadas dispersas y dos colibríes medios despintados ya por el uso. Era de esos objetos que uno lleva consigo mudanza tras mudanza y no logra identificar cómo había llegado hasta nuestras manos. Llamé a mi madre. Sentí que había atendido el teléfono un tanto molesta, como si hubiera interrumpido algo importante con mi llamado. Le pregunté por la taza, ella no la recordaba. Insistí. Ella me aseguró que no era de mi familia, ni de la abuela, ni de ella. Le volví a preguntar, necesitaba que hiciera memoria. Ella descartó que fuera incluso de la familia paterna ya que ellos nunca habían tenido demasiados objetos y mucho menos de porcelana. Cuando iba a preguntarle por mi padre, se adelantó y dijo en un tono apresurado que tenía la comida en el fuego y que tenía que dejarme. Que luego hablaríamos, si me encontraba en casa por la tarde. No le dije nada y la saludé con suavidad, aunque por la tarde no estaría, no tenía sentido aclarárselo. Di vuelta la taza con cuidado para no despegar el aza recién encolado. Decía en letra cursiva, como escrito a mano: Made in y la letra se volvía borrosa y no se leía nada más. El círculo que encerraba la frase incompleta estaba oscurecido por el uso, de tanto apoyarla, la porcelana se había desgastado en el borde fino que dibujaba la circunferencia.
Por la noche, Pedro, me contó los pormenores del estado de salud de su amigo. Al parecer, en el hospital lo estaban tratando muy bien y estaba contento porque sabía que su amigo estaba en buenas manos. Lo noté cansado, aunque no se quejara ni una vez, ni siquiera bostezara, tenía los ojos caídos, y parecían achicársele por momentos. Noté que llevaba puesto un sweater verde que no le conocía. Me sorprendió pero no le pregunté. De pronto, dejó los cubiertos apoyados en el borde del plato y tomó con su mano la taza de porcelana que estaba en el extremo opuesto de la mesa, secándose desde la mañana. La miró con detenimiento, hizo una mueca que yo interpreté como de desaprobación y la dejó en su sitio. Retomó el relato y me comentó a cerca de la buena comida que le daban en el hospital y de la privacidad que tenía en la habitación que por la decoración y los detalles parecía de hotel. Al terminar la cena le propuse tomar un café. Me fui a la cocina, preparé media jarra y busqué dos tazas para servirlo.
El olor del café se esparcía envolviéndome, me gustaba escuchar a la cafetera trabajar, dejando caer el agua tintada de oscuro, liberando el aroma intenso del café en forma de vapor de café. Al cabo de unos minutos lo tenía servido y lo llevaba al salón donde estaba Pedro fumando uno de sus cigarrillos. Tomó un sorbo y noté el placer en su expresión. Me senté a su lado en el sillón, encogiendo las piernas para darme calor, tomando la taza entre las manos como si fuera un tazón de sopa caliente, y como si su cuerpo próximo, fuera un hogar encendido.
-Hoy llamé a mi mamá.
-¿Si? ¿Y qué te dijo?
-Nada, estaba preparando la comida y no era buen momento.
Terminó de fumar su cigarrillo y al apagarlo me besó en la frente. Luego bajó la mirada y sin decir nada caminó hacia la habitación.
Patricia Bustelo-Septiembre 2011
La semana había transcurrido normalmente a pesar de cualquier predicción. Me despertaba por las noches, leía un rato y luego volvía a la cama, como llevaba haciendo hacía dos meses. Pedro llenaba sus horas en el trabajo y visitando a un amigo en el hospital que había tenido un accidente de coche la noche en que conversamos sobre nuestra separación. Yo me concentraba en ese relato que no podía cerrar, como si tuviera una maldición y quedara fantasmalmente vagando como un relato errante al que hay que darle justicia para que descanse en paz. Mientras intentaba pegar el aza de una taza de porcelana, pensaba en los personajes y en cómo lograr que tuvieran un final entre lo extraño y lo raro pero sin que pareciera forzado. Había intentado cinco desenlaces posibles y todos resultaban ajenos, recortados como en un collage y pegados imperativamente sin cuidado. Cansada ya de tantos intentos, dejé la taza un momento sobre la mesa, y borré todos los archivos con las diferentes versiones. En la pantalla del ordenador, dejé el relato abierto, sin final. Lo miraba con decepción. Los dedos de las manos inmóviles frente al teclado comenzaron a ponerse fríos.
Tomé la taza entre mis manos y continué tratando de pegar el aza evitando que quedara marca visible. No sé por qué intentaba esas cosas si sabía que no era buena ni esforzándome al máximo. Pedro se encargaba de esos temas y siempre había sido así. Pero movida por algún sentimiento extraño, quizás olvidando por un momento quién era, había asumido la tarea con total naturalidad como si siempre hubiera sido la experta de los dos para esas tareas. Dejé la taza secándose y la miré. Tenía unas florecitas rosadas dispersas y dos colibríes medios despintados ya por el uso. Era de esos objetos que uno lleva consigo mudanza tras mudanza y no logra identificar cómo había llegado hasta nuestras manos. Llamé a mi madre. Sentí que había atendido el teléfono un tanto molesta, como si hubiera interrumpido algo importante con mi llamado. Le pregunté por la taza, ella no la recordaba. Insistí. Ella me aseguró que no era de mi familia, ni de la abuela, ni de ella. Le volví a preguntar, necesitaba que hiciera memoria. Ella descartó que fuera incluso de la familia paterna ya que ellos nunca habían tenido demasiados objetos y mucho menos de porcelana. Cuando iba a preguntarle por mi padre, se adelantó y dijo en un tono apresurado que tenía la comida en el fuego y que tenía que dejarme. Que luego hablaríamos, si me encontraba en casa por la tarde. No le dije nada y la saludé con suavidad, aunque por la tarde no estaría, no tenía sentido aclarárselo. Di vuelta la taza con cuidado para no despegar el aza recién encolado. Decía en letra cursiva, como escrito a mano: Made in y la letra se volvía borrosa y no se leía nada más. El círculo que encerraba la frase incompleta estaba oscurecido por el uso, de tanto apoyarla, la porcelana se había desgastado en el borde fino que dibujaba la circunferencia.
Por la noche, Pedro, me contó los pormenores del estado de salud de su amigo. Al parecer, en el hospital lo estaban tratando muy bien y estaba contento porque sabía que su amigo estaba en buenas manos. Lo noté cansado, aunque no se quejara ni una vez, ni siquiera bostezara, tenía los ojos caídos, y parecían achicársele por momentos. Noté que llevaba puesto un sweater verde que no le conocía. Me sorprendió pero no le pregunté. De pronto, dejó los cubiertos apoyados en el borde del plato y tomó con su mano la taza de porcelana que estaba en el extremo opuesto de la mesa, secándose desde la mañana. La miró con detenimiento, hizo una mueca que yo interpreté como de desaprobación y la dejó en su sitio. Retomó el relato y me comentó a cerca de la buena comida que le daban en el hospital y de la privacidad que tenía en la habitación que por la decoración y los detalles parecía de hotel. Al terminar la cena le propuse tomar un café. Me fui a la cocina, preparé media jarra y busqué dos tazas para servirlo.
El olor del café se esparcía envolviéndome, me gustaba escuchar a la cafetera trabajar, dejando caer el agua tintada de oscuro, liberando el aroma intenso del café en forma de vapor de café. Al cabo de unos minutos lo tenía servido y lo llevaba al salón donde estaba Pedro fumando uno de sus cigarrillos. Tomó un sorbo y noté el placer en su expresión. Me senté a su lado en el sillón, encogiendo las piernas para darme calor, tomando la taza entre las manos como si fuera un tazón de sopa caliente, y como si su cuerpo próximo, fuera un hogar encendido.
-Hoy llamé a mi mamá.
-¿Si? ¿Y qué te dijo?
-Nada, estaba preparando la comida y no era buen momento.
Terminó de fumar su cigarrillo y al apagarlo me besó en la frente. Luego bajó la mirada y sin decir nada caminó hacia la habitación.
Patricia Bustelo-Septiembre 2011
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