patito

lunes, 25 de abril de 2011

Como en invierno

Me dijiste que te ibas y que no volverías. Que la oportunidad era única, imposible de rechazar.

Me daba igual. Ya no te quería.

La semana siguiente, me dijiste que el viaje se había suspendido, que preferías quedarte conmigo. Yo me alegré.

Ahora, que estás en la puerta, esperando el taxi que te llevará al aeropuerto, quiero meterme en la cama y no levantarme más. Taparme con las mantas pesadas, como cuando es invierno y salir de la cama es como salir al mundo en pijama. Olvidarme de todas tus confesiones, de los planes que nunca podremos realizar y sobre todo de algunas noches.

Entonces tocan el timbre, salís mirándome fijo, creo que estás llorando. Yo corro hasta mi habitación, busco las mantas en el armario y escucho la puerta que se cierra por el viento.



Patricia Bustelo

Abril 2011

Sueños de niña

.Anoche tuve un sueño

Me vestía de rojo y me ponía un extraño sombrero

Parecía un champiñón.

Destrozaba la maleza con un machete, abría caminos llenos de frescura

La luna estaba apoyada en una rama, me iluminaba niña

(mi ropa de color rojo parecía blanquísima)

Una mano salió de entre los árboles, tendida, amable.

No la quise tocar, me quedé mirándola.

Seguí mi camino, abriendo espacios verdes con el machete.

En mi sueño sabía usar el machete con habilidad amenazante.



(No pasaba el tiempo)

Cuando desperté era la misma

Al costado de mi cama estaban mis zapatos llenos de tierra y hojas



Patricia Bustelo

Abril 2011

Las palabras ajenas

.

Me molestaba casi todo a esa altura. Cómo comías, cómo abrías la puerta y sobre todo cómo me decías esas cosas.

Fui juntando coraje. Un día, dos y cuatro años. Fui anotando en una libretita pequeña y azul todas esas cosas que no me atrevía a decirte.

Después me olvidé de todo. Una pena. Menos mal que se lo había contado a Damiana. Ella sí que tenía memoria.




Entonces cuando nos vimos, aquella tarde en el parque inmenso, que tanto te gustaba, saqué el papelito de Damiana del bolsillo y leí sin detenerme ni un minuto. Y sí que tenía memoria Damiana, había anotado todo con sumo detalle. Vos, te quedaste mudo.

Frente a mi discurso no tenías alternativas. Soné seria, protocolar. Y así, por primera vez en la vida, después de leer algo tan real, como mi propia vida en voz alta, me despedí de vos.




Me fui caminando hasta la parada del colectivo vacía. Me había convertido en un personaje.



Patricia Bustelo

Abril 2011

El fantasma

El fantasma es la pérdida.

Hace un mes le tenía miedo. Ese miedo real que te provoca sudor frío y llanto en medio de la calle. Ahora no.

El fantasma recorre mi casa, entra en la cocina, después sale al balcón. Yo leo, me ducho, duermo, hablo por teléfono. El fantasma es la pérdida.

Si le hablo, lo hago importante. Por eso lo ignoro.

Sospecho que se nutre de mis preguntas. No puedo evitar hacérmelas.

En las mañanas me mira lánguido desayunar. Esa cara angulosa, huesuda de fantasma.

Esas manos sin carne. Ese perder el tiempo de fantasma. Lo ignoro con todas mis fuerzas.

Una tarde regreso a mi casa después de comprar flores y lo veo leyendo mi novela preferida.

Me enoja profundamente esa falta de respeto. Le toleré todo pero eso no.

Entonces le grito, lo miro fijo, le ordeno que se vaya. Ofendido se levanta y se tira por el balcón. Corro detrás de él y me asomo. Me inclino porque no lo veo, me inclino más y me caigo.



Patricia Bustelo

Abril 2011

jueves, 14 de abril de 2011

TEMORES IMPOSIBLES

La polilla había entrado en su apartamento en algún momento de la mañana. La tenía encerrada en su habitación. No se atrevía a entrar. El miedo repugnante le causaba estupor, inmovilizándola. Circunscripta, con la puerta cerrada, no llegaba a olvidarla. Desayunó, se dio una ducha siempre mirando de reojo a la puerta de la habitación. Aparentemente a salvo. Dejándolo para después.

Por la noche no tuvo alternativas. Parada frente a la puerta sintió el sudor helado recorrer su nuca. Apoyó la mano en el picaporte, temblando. Decidió. Bajó por el ascensor con un bolso y algunas prendas que habían quedado en el lavadero, arrugadas. Disfraces de su temor.
Nunca más volvió.

Patricia Bustelo-Abril 2011

De cómo la inmortalidad terminó con mi vida

Quiero ser inmortal, se dijo. Más que nada en este mundo, ser inmortal. Dejó la taza sobre la mesa, después de todo el café ya estaba frío y se pegó un tiro. Patricia Bustelo Abril 2011
MALDITA, MALDITA, MALDITA DICOTOMÍA

Estaba en el aeropuerto, la valija se deslizaba con las rueditas sin mayor dificultad, la sensación de que todo iba saliendo a la perfección se sustentaba mucho en el ritmo ligero y despreocupado con el que podía caminar gracias a ello.

Dos hombres, caminando detrás de él, comentaban la actualidad política, repasando temas como salud, seguridad y economía. Prestó atención para sentir que ya estaba de vuelta, para envolverse con el retorno y empaparse de su nueva realidad. Los televisores del bar del aeropuerto transmitían un partido de fútbol y lo llenó de alegría. Se sentó sólo un rato para tomarse un café con medialunas y ver un poco del partido. El ritual armaba un todo arquetípico pero le hacía sentir que volvía con más fuerza, auténticamente. Todavía no había salido del aeropuerto, no había pisado las calles de su Buenos Aires añorado y quería ir viviendo poco a poco la experiencia, como quien se adentra en el mar y como el agua está fría entra paso a paso, disfrutando y temiendo cada movimiento, pero avanzando. Pagó una suma irracional y prosiguió su camino hacia afuera, hacia la ciudad.

Estaba dejando algunas monedas de propina sobre la mesa, cuando el camarero cambió el partido por un programa periodístico en donde comentaban temas electorales y evaluaban posibles candidaturas para las próximas elecciones. Lo vio y un escalofrío le recorrió la columna, como recordándole algo importante, alertándolo. Le resonó lo peor, lo más temido, lo que lo había alejado de su tierra años atrás. Los juicios, la intolerancia, la manía por definir todo y encasillar todo en a favor o en contra de y esas miras limitadas a una historia que nos habíamos contado distorsionada, arreglada para definir ese a favor o en contra más fácilmente, producto de la inmadurez política de nuestro país, producto de la adolescencia institucional a la que habíamos llegado. No quiso darle mayor trascendencia y se dispuso a tomárselo con humor, sonrió pensando: Somos un país sin terapia y estamos llenos de terapeutas.

Bajando las escaleras mecánicas, podía vislumbrar la calle, aunque no era su barrio y ese recorrido no correspondía a la postal que tenía guardada en la memoria afectiva, Ezeiza era parte de volver, era una pieza fundamental que antecedía al barrio, al recuerdo más vivo, intacto de las calles y del colegio, los bares y las plazas. Vio una fila de carritos bien organizada que empujaba un empleado del aeropuerto, taxis estacionados, extranjeros hablando con agentes de turismo y entrando a buses con sus maletas y un cartel de un político de la provincia de buenos aires colgado en un poste, y tachado con un aerosol que decía “gorila”. En el recorrido visual la palabra “gorila” era susceptible de ser recortada y llevada a otro contexto, quizás un cartel de zoológico. Allí tendría sentido, armaba discurso. Debajo de “gorila” vio la palabra “puto”, más pequeña, de otra caligrafía, quizás escrita por otra persona incluso en otro momento. Pensó que llegar a Buenos Aires era eso también, que no debía tensionarse y tomar esos elementos como antecedentes de nada en particular, que no podía permitir que le arruinaran su regreso, su necesidad de estar entre los suyos, su ilusión por pasar el resto de su vida en su tierra. Caminando con su maleta hacia la salida, la palabra “puto” se volvía más real. Pensó que no había cambiado nada su país, que podía dejarlo como a cualquier telenovela latinoamericana de las tres de la tarde y retomarla en cualquier capítulo sin temer perder la trama. Pero como lector rechazaba el hecho de poder adivinar tan fácilmente el final, le quitaba libertad, paradójicamente, la libertad de disfrutar.

Buenos Aires lo recibió con sus antiguas certezas, las que el viajero que parte olvida, como cuando se termina una relación con alguien, que con el tiempo sólo van quedando los recuerdos bellos y los malos se dejan de lado. Había reencontrado a su Buenos Aires como si fuera una antigua novia, sólo la recordaba bella, entera, total. Las primeras dos horas en su país, antes de haber podido dejar el aeropuerto lo obligaron, sin embargo, a asumir que todo se reducía a ser o no ser, a tener que definirse por algún bando. Supo que la clave para sobrevivir, sociabilizando como imponía la casa, sólo contemplaba un sistema binario, de apagado o encendido, y que una tercera opción lo condenaría a quedar sin palabra, fuera de la red del discurso. Se vio cayendo, sin red, y sintió cómo su corazón se aceleraba, su respiración se agitaba cuando las puertas automáticas que señalaban un cartel de SALIDA se abrieron.

Volver era una imagen o una foto, pero definitivamente no era una realidad. Quizás podía retroceder, volver sobre sus pasos, subir nuevamente la escalera mecánica, borrar las huellas en el bar, minutos antes, quizás podía, por estar fuera de la red dicotómica, ejercer su libertad, conservar la foto en su memoria y elegir otro final.

Patricia Bustelo
Abril 2011

miércoles, 13 de abril de 2011

Ferretería

El salón estaba repleto de cajas medio abiertas, amontonadas entre algunos muebles que parecían no acostumbrarse a su nuevo lugar. Tirada en la cama, sobre el colchón, con la ropa puesta, estaba descansando unos minutos en su nueva casa. Los de la mudadora se habían ido. El silencio era total. Tenía que abrir las cajas, vaciarlas, colocar las cosas en armarios y vivir. No tenía fuerzas para hacerlo. Recostada en ese colchón sin sábanas, la habitación tenía el olor intenso a pintura fresca en las paredes, y las cajas se volvían monstruos, plagas. Antes de las cajas, antes de ese sábado de mudanza, había otra casa, otra vida. Antes sólo era antes, y ahora constituía una unidad de tiempo diferente y ajena. Pensó que antes era una unidad de tiempo conocida, y que ahora no le pertenecía. Las cajas eran espacios que contenían objetos de diferentes momentos de su vida, encerrando el tiempo y mostrando la majestuosidad de todo lo inexorable.

Recostada en la cama observó las paredes, cómo la luz hacía dibujos entrando a través de la persiana, la falta de cortinas, el techo sin bombita de luz, y pasó la mano por su frente, acariciándose el pelo. Lo primero que haría cuando se levantara, sería colgar la ropa, luego colocaría en su sitio a los utensilios de cocina y lo más importante lo dejaría para el final, colgar las fotos. O no. Al pensar en su plan se dio cuenta de que no tenía herramientas. De pronto sentía una urgencia por tener martillos, clavos, destornilladores, objetos que nunca habían sido parte de su vida y que casi siempre los vio en manos de otros. Calculó la hora y se dispuso a buscar una ferretería en el nuevo barrio para hacerse con esos elementos. En la puerta de su casa, mirando a derecha e izquierda, decidiendo a dónde caminar para iniciar la búsqueda, era otra. Los barrios nuevos tienen esa sensación de vértigo, ese espacio sin mapear, sin reconocer en la memoria daba miedo. Los olores, las caras, eran para ella de otro mundo, y le parecía extraño que hubieran podido existir todo el tiempo mientras ella, antes, vivía en otro barrio, en otros espacios conocidos. Se decidió por la izquierda. No se equivocó. A dos calles de su casa nueva, la ferretería ocupaba una esquina frente a la plaza. Al cruzar, tuvo un escalofrío, pero no le dio importancia. Dentro pidió varios elementos, los pagó y se fue. Cargando la bolsa de nylon se sentía más segura, como si llevara un arma. Pensó que tener un arma sólo tenía sentido cuando se tenía un enemigo y buscó en su mente posibles candidatos. Las caras se sucedieron en segundos en su mente, repasando anécdotas, mientras caminaba de regreso a su casa, y se sonrió al ver que no encontraba a nadie concreto a quien hubiera atacado con su nueva arma.

-No soy nadie-murmuró poniendo la llave en la cerradura.

Buscó la caja que tenía el cartel que decía cuadros y fotos. La abrió con el filo de la tijera, sacó dos marcos de madera pintados de rojo y miró a su alrededor. Los apoyó en la pared del salón, la que estaba frente a ella, luego los apoyó en una pared del pasillo y le pareció mejor. La bolsa de nylon había quedado en el suelo, justo al lado de la puerta de entrada. Sacó el martillo y dos clavos. Cuando terminó se quedó mirándolos, recordando esos momentos. Su expresión sonriente, en el primero, le devolvió la sensación de pertenencia que le faltaba. En el otro cuadro, se la veía de perfil, en blanco y negro, pero esa no tenía un recuerdo tan sencillo de encajar en su casa nueva. Ese quedaría suspendido para después. Se dio cuenta que ningún cuadro podría reflejar mejor lo que era ella en ese momento más que un espejo. Buscó el espejo en la misma caja en que estaban las fotos y eligió un lugar para ponerlo. El martillo era pesado, el mango de madera estaba pintado de azul y tenía dos hileras cerca de la cabeza de metal blancas como si fueran dos anillos. Buscó otro clavo y colgó el espejo. Se miró, hizo muecas, intentó una sonrisa forzada, exagerando los gestos y repitió frente a su propia imagen: No soy nadie.

Después abrió las cajas de ropa y la de utensilios de cocina, y mucho después hizo la cama con sábanas y acolchado de flores para dejarlo todo atrás.

Patricia Bustelo-Abril 2011

sábado, 9 de abril de 2011

FLORERÍA

El vendedor del puesto de flores de la esquina tenía un secreto. Estaba segura de que algún día lo descubriría. Sin hablarle, sin preguntar siquiera su nombre, llegaría a ese lugar escondido.

Le gustaban las flores blancas, no importaba lo que dijeran de las flores y sus colores, ella prefería las blancas. Sin ser virginal, ni lo contrario, le gustaban las flores blancas y estaba fuera de toda discusión.

El vecino del cuarto tenía la sonrisa más aterradora que jamás había visto. Intentaba por todos los medios no cruzarse con él en el ascensor o en el palier o en la calle. Intentaba y lo conseguía. Una vez llegó a pensar que todo lo que intentaba lo conseguía y se equivocó.

Cruzó la calle con el pelo aún mojado de la ducha. Sintió como algunas gotitas humedecían su camisa y caminó despreocupadamente. En el puesto de flores se dedicó a captar el aroma de todos los ramos que inclinados en su conjunto parecían un inmenso ramillete de opciones.

Pidió jazmines, luego rosas blancas y al final margaritas. El vendedor del puesto de flores tenía unos cuarenta largos. Sonrió buscando los billetes en su cartera pensando que sólo había tenido cuarenta largos y nada más. Ella tenía los años desbordantes, pero no eran para siempre. No todos nacían iguales, ella lo sabía bien.

Al cruzar la calle, de vuelta a su casa, un coche la rozó haciendo temblar las flores. El aroma la envolvió en un vals. Quedarían estupendas en el florero sobre la mesa pequeña. Como la semana anterior, y la siguiente. Algunas cosas no cambiaban para nada. Pensar eso aliviaba.

El ascensor tardaba en bajar. Fue recorriendo los pisos desde el séptimo hasta la planta baja. Se abrió la puerta y el vecino del cuarto sacó la peor sonrisa de todas, llenó todos los espacios de la memoria, su niñez, su adolescencia y el más allá. Le apuntó con el ramo, extendió el brazo hasta tocarlo, poniendo distancia. Ya en el ascensor, la sonrisa repetía un verso de una canción conocida, pero no podía recordarla.

PATRICIA BUSTELO
ABRIL 2011

CARNICERÍA

Había despertado pensando que era viernes. Era viernes.
Tenía un presentimiento agudo, golpeándole en la nuca, al salir de la cama y al lavar su cara. El agua empapaba ese rictus conocido, y el presentimiento crecía. Quiso dejar de pensar. Pensaba igual. En la cocina descubrió que no había café. El rictus se acentuó notablemente.
La cola de la carnicería era una fila interminable de señoras de otros, de conversaciones babelizadas sin Dios. Esperó porque quería, sin necesidad, porque quería. Escuchando todo tipo de predicciones y críticas apretando los dientes y sosteniendo el papel con el número de su turno. Le dolía la cabeza de tanto luchar contra el presentimiento. Le dolían las piernas de esperar en la cola. El carnicero estaba solo esa mañana sin su ayudante. El espacio se hizo pequeño, asfixiante. El banco de madera, dentro del local, estaba ocupado por varios niños desterrados por sus madres, abandonados que miraban el mostrador con los cortes de carne azorados, con temor.
Lo inevitable estaba siempre a su lado, no podía negarlo. Lo irreductible, en el pensamiento, junto con la predicción, golpeando, pidiendo con violencia salir. No quería dejarlos ser. Avanzaba la cola. El ventilador de techo captó su atención, se movía repartiendo telarañas y poco aire fresco. Todo allí estaba fuera del espacio predecible, en otoño con ventilador de techo, él con su chaqueta vaquera y el carnicero con una camiseta de tela finísima que se dejaba ver debajo del delantal. Algunas señoras reían y sus voces le parecieron timbres de colegio. Timbres de reloj despertador. Timbres sin sellos. Esperó porque quería.
Cuando llegó su turno, pidió lo de siempre, pagó y se fue.
De camino a su casa, el presentimiento había desaparecido. Era un viernes como el anterior y como cualquiera, y sacudió sus alas transparentes sintiéndose aliviado.

PATRICIA BUSTELO
Abril 2011