patito

martes, 8 de febrero de 2011

NOSOTROS, LOS ESCRITORES


De pronto surge natural y fluída esta nota. Hemos elegido, los escritores entre los que me incluyo, la tarea imposible y aún así somos felices. Qué raros somos nosotros, amigos escritores. Qué tipos extraños a la vista de los demás si tomamos en cuenta que sólo dependemos de palabras, esas cositas irreales que construyen ficción con una facilidad suprema quizás por ser ficciones en sí mismas. Elegimos representar el alma, estados de pensamiento, todas las texturas y tonos con un ritmo y armonía sostenido en las palabras.


Los escritores nacemos escritores sin saberlo hasta que un día cuando se nos revela ya somos del todo escritores, completos y consumados. Luego, transitamos universidades, o talleres literarios o somos autodidactas, pero ya éramos escritores y sólo eso para siempre.


Poetas, narradores, todos somos escritores y amantes del alma al final. Idealistas. En el fondo hay algo de ingenua creencia en que podemos plasmar eso imposible, construir esa mentira bella sosteniendo un sueño fantástico. Queremos decir sobre todas las cosas. Decir! que es lo contrario a callar!. Necesitamos transmitir eso que nos pasa, o que nos dicen que pasan las experiencias, la observación, la reflexión. Estamos sujetos para siempre al punto de vista, a la mirada detallada y sensible del mundo para luego buscar palabras, en todos los idiomas, y armar un discurso.


Los escritores tenemos eso incomprensible para tantos de los detalles extraños que podemos recordar, esa actitud un tanto atemorizante para otros de quedarnos con las anécdotas armando álbumes interminables. Escuchamos con una antención singular, descubrimos ritmo, tono y aristas del personaje cuando alguien habla. Miramos a cualquiera en la calle y lo transformamos en personaje principal o secundario, y le ponemos una vida que desconocemos, armamos el mapa entero con una sola calle.


La palabra es una amante ciclotímica que se entrega con facilidad o se hace rogar, que se vuelve áspera y ajena cuando más la necesitamos y luego nos abraza con la mayor pasión posible en el momento inesperado. Y nosotros, escritores y poetas, estamos ahí, a pesar de sus desconciertos, esperándola. Tolerando todo tipo de vaivenes con tal de tenerla.


Cuando tenía diez años ya escribía algunas cosas. Adoraba leer, pasión que debo entera a mi padre y que jamás lograré agradecer del todo. Leer me daba paz, diversión, desafíos mentales y liberaba mi imaginación que siempre fue frondosa y desalineada. He imaginado los barcos más temibles leyendo El corsario negro, y la gente más desagradable leyendo Mientras agonizo, la sensualidad extranjera cuando tuve por primera vez en mis manos un libro de Kundera y los laberintos fantásticos de mi Buenos Aires con Borges. Podría estar horas buscando paraísos mentales que cada escritor me regaló a lo largo de mi vida. Paraísos que leídos fueron perfectos y que luego me devolvieron aún más ganas de palabras y de escribir a su vez.


Las palabras lo son todo para nosotros los escritores. Sin ellas no podríamos decir eso que no se puede tocar. Supongo, y sólo lo digo por intuición ya que no tengo conocimiento en otras artes en este sentido, que al final los artistas elegimos diferentes medios para expresar el alma. Nosotros nos valemos de palabras, y como hace un músico con su instrumento, tocamos palabras en la mente, y suenan, arman sonidos que se aproximan a eso que queremos decir y trascendemos en ese acto.


No creo que pudiera elegir escribir, es algo dado, mi destino. Por más silencio escrito que un escritor se imponga por diferentes razones hay una verdad irrefutable que ahora quiero revelar: siguen sucediéndose las palabras, reprimidas o almacenadas en la mente, resonando adentro como cuando una canción no deja de acosarnos y la tenemos instalada en la cabeza.


Yo elijo a la palabra, acepto mi destino, tomo la pluma, la apoyo suavemente en la hoja en blanco y comienzo a quitarme la ropa lentamente porque es un acto de entrega al que no puedo decir que no, puedo negarlo pero no evitarlo, y dejándome amar por las infinitas palabras me construyo entera y definitiva. Soy esta que escribe lo que siente, lo que piensa, lo que ve, lo que cree, lo que crea, lo posible y lo imposible escribiéndose todo el tiempo, eligiendo más y más palabras para decir y no callar. Todo eso. Nada más. Soy escritora.

domingo, 6 de febrero de 2011

Arthur Miller: Todos eran mis hijos


Arthur nos tiene acostumbrados a la mirada aguda en materia de temas sociales. Todos eran mis hijos nos coloca una vez más dentro de ese prisma milleriano en donde el problema inicial es la punta de un iceberg. Joe hizo negocios durante la guerra, ganó dinero y posición social a costa del fraude y la muerte. Una vez que llegamos al conflicto verdadero sabemos que no habrá vuelta atrás. Los muertos en la guerra han pagado con sus vidas la fortuna de Joe y su familia. Qué futuro podrán tener aquellos que viven una vida prestada sustentada en la muerte de otros?.

La sociedad americana dice que somos lo que tenemos y cuando lo que tenemos se funda en la muerte de otros somos eso, y nada más. El conocimiento pesa mucho más que cualquier espada sobre la nuca, afilado y letal conduce a un desenlace inevitable: suicidio de Joe.

Los personajes son perfectos en la línea de Miller, delicadamente perfilados, sean principales o secundarios, acompañanan el argumento sustentando la idea de que la hipocresía ha invadido por completo esa sociedad enferma en donde el ser se ha perdido.

Las mujeres, como suele hacer el dramaturgo, son elementos vitales a lo largo de la trama, la esposa de Joe sostiene el peso del drama porque esconde la verdad y es el pilar fundamental de esa construcción sucia que han llevado adelante como familia. Abnegada, apoya a su marido en la empresa más cruel y carga con el peso de la responsabilidad con más frialdad que el propio Joe. Miller nos dice que alguien debe morir y así sucede con Joe y alguien debe vivir y dejar huella de lo sucedido, y lo hace con la esposa de Joe.

La justicia poética de Miller parecería dejar la situación equilibrada, repartiendo culpas y purgando la corrupción.

Los soldados que mueren en la guerra para sostener esa vida norteamericana pesan sobre todos los que permanecen vivos en sus hogares y pesan aún más en el hogar de Joe ya que su empresa ha vendido piezas para aviones averiadas a sabiendas. Joe ha perdido un hijo en la guerra, Larry, que se ha matado sabiendo que su padre había estado involucrado en la venta fraudulenta. Entonces, Joe comprende al leer la carta que revela la ex novia de su hijo suicida, que ha matado a su hijo por no asumir que todos los soldados de esa guerra eran sus hijos. Miller llama la atención de la población haciendo que todos reflexionen sobre las vidas de los que los representan en pos de un discurso político que asegura que esos conflictos bélicos son necesarios para preservar a la sociedad y su reproducción.

Miller da una vuelta de tuerca e indica algo muy violento que el enemigo está en casa. Los asesinos de esos soldados no son sólo los extranjeros contra los cuales luchan, sino el poder económico de una clase social en ascenso que se sube sobre sus cadáveres para seguir y construir.

La puesta que está actualmente en cartel en el Teatro Apolo, con Lito Cruz a la cabeza, es prolija y armónica. Respeta a Miller de principio a fin. Lo que sentí ayer al verla será inolvidable. Una vez más ha podido conmigo Arthur haciéndome pensar y crecer, ser mejor.Pero luego de ver la obra todo tipo de pragmatismo fundamentalista queda descartado para mi vida en todo sentido, haciéndome responsable de mis acciones ya que tenemos pactos sociales y lo que decida repercutirá en otros a su vez.

La experiencia Miller nos hace otros para siempre.